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Soliloquio fatalista.

Nunca olvidaré aquel paisaje; el viento hacía bailar tontamente las pocas palmeras que se agarraban con fuerza al barro. La humanidad estaba ahí: en sus imbéciles autos, pagando sus imbéciles cuentas, abstraídos de la vida que surgía en los márgenes, llorando sus pequeños desamores y viviendo como si no existiera la muerte.
Incalculable, el mar se fundía con el cielo. Ahí estaba el mundo, conspirando contra el hombre, gritando a todas voces su inmensidad. Tuve un instante de lucidez, fue un rayo deshilachando el velo de menudencias cotidianas. Me dejó desnudo ante mis propias miserias.
“Yo también soy un hombre”, pensé con bochorno. El corazón me latía como un sapito triste.
Me sentí atrapado en el torrente de mi sangre, en el espacio precario de mi cuerpo, ese mismo espacio cuya ausencia ha sido confundida por otros con olvido.
Sin embargo aquí estoy yo, en este cuerpo que no desaparece, que me muestra su reflejo en la ventana, que no me libera de sus dolores o su peso, que me ata a las mismas preocupaciones que el resto de mi especie. Este cuerpo del cual no puedo tomar distancia. Este cuerpo que impide que lo olvide yo también, que lo recluya en el laberinto de la carencia, como lo hicieron aquellos otros para los que ya no existo. Aquellos otros que se despojaron de mi voz, de mi mirada y mi talante.

Generalizando, que prescindieron de mi,
como yo no puedo prescindir,
porque aventurarme en aquel vacío
es aventurarse a mi muerte
y, a veces,
me resulta tan estúpida
la idea de morir.

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