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Un daimón

La ventana había permanecido abierta por lo menos una hora, hecho que no era usual en esta casa de montaña que tan fácilmente se enfría incluso estando cerradas ventanas y cortinas. Terminaba de ajustar la manija sobre el marco y tuve la sensación de que había alguien más que yo en la habitación. Tardé unos segundos en girar para comprobarlo. Hay momentos /este se contaba entre ellos/ en que el pensamiento me recuerda que algunas cosas, aunque molestas, no pueden posponerse tanto tiempo. Pereza o temor, la demora solo trae la mala consecuencia de agravar las situaciones. Di la vuelta.

Había elegido acostarse en mi cama, la cabeza puesta sobre los cojines y el tobillo derecho descansando sobre la flexión de su rodilla izquierda. Nos miramos en silencio. En silencio él me preguntó si le sacaría de allí valiéndome de la escoba o si por ser él un bicho de los grandes consideraría poner en marcha otro ardid. En silencio le respondí con más silencio.

Así transcurrieron nuestras conversaciones durante el tiempo que vivió conmigo: en silencio. No sé cuánto fue. Convivíamos a gusto. Aunque nunca hicimos algo juntos, compartíamos mucho. Mientras cosía en el taller, él se dedicaba a estudiar alguno de mis libros; mientras organizaba el cuarto, él se escurría entre las matas de la sala; mientras cocinaba, ocupaba el cojín cuyo frente es la pared.

No sé cuánto fue el tiempo que vivió conmigo y creo que esa incertidumbre respalda el argumento de que su estancia duró años, tantos como para caer en el descuido de dejar de contar, sospechando que tal vez ya no se iría nunca. En esos años /aceptemos que ‘años’ es la medida que más se aproxima al tiempo de nuestra comunión/, su presencia me fue dejando algo de lo que solo me di completa cuenta cuando él ya no estaba.

Ya lo dije, hablábamos en el silencio. Por eso mismo muchas veces era difícil saber si nos estábamos entendiendo. Creo que él me entendía a mí mejor de lo que yo llegaba a entenderle a él. También pasa que muchas de las cosas yo las entendía, no en el momento de la circunstancia, sino después, incluso mucho después, después de su partida.

Un día, por ejemplo, estaba ahogándome en una discusión con alguien. Parecía inexistente la posibilidad de llegar a un acuerdo sobre si el color de uno de los tejidos para la capa ceremonial debía ser verde alga nori o verde alga wakame. La diferencia desde luego era absoluta, contenía el abismo que separaba mi ser del ser de alguien, justamente ese alguien con el que estaba discutiendo. Desde mi cuarto él escuchó mi malestar, vino hasta donde yo estaba y se quedó mirándome desde el dintel, la misma mirada penetrante e interrogativa con que me observó la primera vez. Y con su silencio. Su silencio, ¡diosas!, jamás me había penetrado algo así. Cuando llegaba en momentos como ese, o en general cuando llegaba en cualquier momento, todo el conjunto de las cosas se llenaba alcanzando potente gravidez. Esa forma de callar llegaba incluso a la cordillera vecina, a las casas del pueblo, a la cima curvada de la Peña... y las hacía presentes en toda su grandeza. Todo parecía caber en el pequeño taller cuando él callaba de ese modo. Creo incluso que ese silencio abarcaba mucho más, traía presente mucho más. Yo solo puedo hablar del silencio que me era dado escuchar.

Así, en el resquicio que quebraba el espacio entre yo y el alguien con quien discutía, se situaba él, con su silueta felina recostada sobre la grieta como quien se recuesta sobre el marco de una puerta, los brazos cruzados sobre el pecho, casi tan alto como yo, vistiendo pantalón de paño y un chaleco azul sobre la blusa blanca. Y con esa mirada, esos ojos que sonaban a silencio.

Por un tiempo cosas como esas pasaron a menudo. Yo, alguien, una discusión y él parándose en mis grietas. Al principio yo no me daba mucha cuenta de que tales cosas sucedieran. Pero cada vez con más frecuencia era capaz de escuchar los acordes que vibraban en su mirada.

Llegó un momento en el que dejó de haber alguien con quien discutir. Para ese entonces ya simplemente hablaba con los otros—o conmigo misma, es igual.

Un día salí del taller para iniciar las labores del almuerzo. Fue el momento en que me dirigía a regar una planta con el agua que había recogido de un lavado de espinaca. Pasé por el centro de la casa y noté que el cojín que da a la pared estaba vacío.

Lo busqué por todas partes, en las almohadas, tras la cortina, entre los libros, en las telas del taller. Resultaba extraño no haberme dado cuenta de que ya no estaba, porque aunque no podía verlo, sentía vibrar su mirada en la presencia inmensa del Universo, que llenaba mi pequeña casa. Nunca más lo vi. Aún pasó un tiempo más, para darme cuenta de su rastro. Vacuidad.

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