Persona
Tras el cristal teñido con un mosaico de colores se oculta un rostro cuyo gesto no adivino. La textura de la piel, los matices que alteran el color incógnito del epitelio, las sinuosidades de cada surco, de cada órbita, de cada relieve de la faz, permanecen ocultos, impredecibles. No hay síntomas, ni hay tampoco indicios que sugieran tristeza u horror, cavilación o furia, alegría o duda. Toda transformación, y el conjunto de las metamorfosis que operan sobre el rostro inquieto, se escapan a mi percepción atenta que busca penetrar el delgado, pero obscuro límite impuesto por la máscara. Tras la lisura de la superficie, invariable, aparentemente ajena a la duración que modela y transforma la unidad de las cosas, la máscara opone al movimiento de la vida, a las transformaciones que el tiempo graba en la piel, una quietud inquebrantable, un monumento de resistencia en el que pretenden consagrarse los deseos de permanecer intactos. Desde los dos agujeros oscuros de ese simulacro de rostro, la máscara me devuelve una mirada igualmente escrutadora, que acaso espera adivinar también las transformaciones que se mueven detrás de estos rizos de tinta, que graban en mosaico de verbos y nombres y etcétera, el adorno que se fija a la hoja blanca, tras la que se enmascara el ser.
