¡Ay, qué día, primo Antón!
¡Qué sol, qué gaita, qué vino!
Las mozas reían como agua’l regatu
y los mozus... ¡con les camisas abiertas
y el pecho al aire,
como si’l mundo fuera nuevu!
La ermita’l valle lucía de gala,
con la Virgen mirandu p’abaju,
medio seria, medio contenta,
que hasta ella quería bailá.
Las campanas doblaron alegres,
con un soniquete que decía:
“¡Venite todos, que hoy no se ara,
hoy se ríe y se canta, carajo!”
La Juana traía en la cabeza
una cesta d’empanás
y en la cintura un pañuelu encarnau
que mareaba a los delantre.
Y el Julián...
el Julián, que nun bailaba nunca,
sacó a la María
como si fuera pa casase.
—“¡Ea, que se juerce la pierna,
pero que nun se pierda’l paso!”—
decía’l tamborileru,
con les manicas comu fuegu.
Los vinu bajaba como bendición,
y el chorizu,
el chorizu era fiesta en la boca.
El pan se rompía a mano limpia
y se partía con sonrisas.
Un mocetu cantó una jácara:
“Si te vas con otro, Juana,
llévatelo a la siega,
pa que sude lo que sude yo,
y te vuelva con las piernas flojas.”
Las viejas reían tapándose la boca,
pero sin perder copla.
Al anochecé,
las hogueras subieron al cielu,
y los cuerpos bailaban
como sombras con alma.
Algunu se perdió entre jaras,
alguna volvió con les trenzas sueltas.
Pero na se juzgaba.
Que en la romería,
tó es de Dios
y del pueblo.
Y cuando el tambor calló,
quedó’l cansanciu bueno,
el que sabe a vida
y a pies reventaos de tanto bailá.
Y así, año tras año,
la romería tira pá lante,
pa que nun se pierda
ni’l cantu,
ni’l vino,
ni la risa de los nuestros.