Xanti - Bré

LA TORMENTA

Cayíu taba el día, pesá la calor,
el cielo se jincaba como buey cansáu,
ni un pájaru chirría, ni un perro ladraba,
la tierra rezumaba un silencio raru.
 
Las parras reventonas, los higos maduros,
las peras como lunas, los melones gordos...
El labriegu miraba, con sudor al cuello,
los surcos como hijos, los frutos como oro.
 
Pero entonce...
¡la nube negra!
¡el truenu partío!
¡la ráfaga bruta que lo arranca to!
¡las gotas como puños, la piedra como cuchillu!
¡la cosecha temblandu como carne de Dios!
 
Se jueron las uvas,
se cayeron los higos,
el maíz reventó,
los tomates chorrearon sangre contra el rocío.
 
Y el pobre labriegu se sentó en el barro,
con los ojos colgaos y las manos tiesas,
mientra la mujer, con los hijos arrastraus,
lloraba en la puerta con la falda abierta.
 
—No hay na que llevá, ni un chuscu ni un caldo,
ni un real en el zurrón, ni un mísero trapo—
y al fondo del llanto, más frío que el campo,
el miedo asomaba: “¿Y el señoritu, ¿y el arrendatu?”
 
Que la tierra no es suya,
que la casa es prestá,
que el jornal depende de firmar o de no firmá.
Y suben al cortiju, con pena en la cara,
como quien va a vendé su alma por nada.
 
El señoritu los mira, desde su butacón,
la boquilla en la boca, la rabia en el son.
 
—¿Y qué queréis, eh? ¿Qué me venga el milagru?
¿Que no cobri mi parte, por un poco de granizu?
¡Que trabaje yo pa mantener a cuatro haraganes
que sólo saben llorá y dalse compasione!
 
La mujer del labriegu baja la cabeza,
el hombri le tiembla, pero no se queja.
Los niños callaos, con los ojos vacíos,
miran la ventana como si fuera un cuchillu.
 
Pero entonce...
la puerta se abre.
 
Y entra la dama,
la señora María del Rosario de Dios y del Alba,
con sus manos finas y su alma blanca.
 
—¡Basta ya, Cristóbal! ¡Mira qué ruina!
¿No ves que son pobres? ¿No ves que es justicia?
Que la piedra cayó de lo alto, no de sus manos,
¡que la tierra no entiende de duques ni de esclavos!
 
Y el señoritu, encendíu por dentro,
murmura un “bah” pero afloja el gesto.
 
—Un año sin renta. Ni un real les pido.
Pero salid de mi casa... ya me siento vencido.
 
Y los pobres se van, sin saber si llorar
por la gracia recibía o la miseria que vendrá.
 
La mujer del labriegu se vuelve un segundu
y musita bajito:
—Gracias, señora. Ha salvao mis frutos.
 
Y al fondo del cielu, entre el barro y la pena,
se asoma la luna
como quien dice:
“Mañana habrá siega.”

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