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Famlia

En una oscura habitación de un país cuyo nombre no es importante, en una ciudad que nadie
recuerda al primer intento, por una calle incómoda a la vista, de siniestros verdes e inquietantes
tristezas, la encontró, derramada, esparcida, imposiblemente atomizada, desmembrada por el
viejo y crepitante piso de madera, que se encontraba un poco hinchado por la humedad. Aquella
aniquilación era una locura. Las vísceras de la pobre muchacha podían encontrarse en todas partes
de manera sistemática y seviciosa. La cantidad de trabajo puesta en esta tarea y su consecuente
calidad era perturbadora. No había lugar donde no hubiese fluidos secos o secándose, un lugar
donde un pedazo de carne no estuviese pudriéndose, aun tibio y débil, tierno rojo-café. Cada
rincón con un nuevo cúmulo de células desconectadas que componían una cacofonía visual o un
melifluo desgarro, debajo de la cama, en la silla y en el escritorio, en el techo y como no, en el
armario; era un trabajo pulcro, exacto, a ratos, grotescamente perfecto. Los huesos que pudo
extraer de la carne (que eran casi todos, exceptuando el majestuoso cráneo y 2 costillas) se
encontraban ahora o molidos, bailando en el hedor de esa casa, o insertados en las paredes. Esto
era particularmente impresionante, considerando que el hacedor solo contaba con un martillo y
dos clavos, uno grueso y otro fino. Los huesos insertos en las paredes contaban con un grabado
diminuto de envidiables réplicas de cuadros reconocidos por su belleza, El florero de quince
girasoles de Van Gogh, el estanque de los nenúfares de Claude Monet, el espectro de del Sex–
Appeal de Dalí (curiosa elección ésta última), etc. La pelvis, siendo más específico, el material
donde se encontraba tallada magistralmente esa obra maestra llamada Guernica, se encontraba
colgando del techo mediante ligamentos aun frescos, aun intentando retraerse, en el centro de la
habitación y la espina dorsal, la cual se encontraba completa pero con mucha carne, desbordada,
sumida en inconexiones, se hallaba en el suelo, frente a la pared que se ve inmediatamente al
entrar a la habitación, como un gusano que emerge grotescamente del suelo a la superficie,
visceral e incomprendido, y vuelve a sumergirse en la tierra, frenético en su movimiento,
ensimismado en su parasitismo, profiláctico en su séptico estado pero detenido, impedido e
inmovilizado en una imagen clara y hasta serena. De aquella espina aun goteaban líquidos más
espesos que la sangre. El cráneo reinaba silenciosamente desde el centro de la estancia, sobre una
pila de carne y cartílago un poco más grande que el resto, imponía una agonía climática y
sofocante, pero al mismo tiempo afrodisiaca, macabramente excitante. Las dos costillas que
faltaban en las inserciones de las paredes se encontraban de alguna manera artesana y física
adheridas a aquella calavera despojada de su mandíbula inferior, dándole un aspecto demoniaco,
pero de demonio oscuro, terrible, incomprensible, acrónico, que ocupa sus cuernos como antenas
para encontrar a Dios. Una vez dentro de aquella escena, solo pudo acercarse a aquel rey del
silencio, demonio de llantos y de muertes caóticas para comprobar al detalle su pedido. Y pudo
encontrar ahí el cerebro tal como lo quería, fútil, indefenso, perdido, realmente abandonado por
su dueño a su suerte, como si nunca le hubiese importado, como si ni siquiera hubiese intentado
aferrarse, como si se hubiera sometido a una voluntad total que de algún u otro modo, aceptaba y
hasta necesitaba. Aún estaba, como casi todo en la habitación, caliente, casi funcional, casi
desesperado, rasgando lo vivo y sensual. Y de repente su corazón se embriagó en un amor
verdadero, en un amor puro y eterno, en un deseo inexplicablemente potente e inflexible, en una
pasión egoísta y exquisita. No podía creer que ella, aquel hacedor, había hecho todo eso para él
 
¡Solo para él! Por fin era pleno. Por fin estaba completo. Lo único que amargó un poco sus últimos
suspiros fue pensar que nadie jamás entendería tal amor: El amor de una hija que le permitió verla
de adentro hacia afuera, completa, sin fijación alguna y el amor de una madre y de una amante,
perpetuando ese noble acto de despedazamiento, de arte, de olor, de gusto, de creatividad e
imaginación. Qué buen regalo de cumpleaños
La casa se incendió. Nunca nadie se enteró que paso con aquella feliz familia que jugaba los
viernes por la tarde a las canicas, al dominó y a veces al monópoli, que se acostaba a veces a las
10, a veces a las 11 pero nunca a las 12.

Preferido o celebrado por...
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