Sábado, 4:37 p.m.

Acabo de llegar a un café en la Avenida Tennyson. Pedí un licuado de mango con guineo. ¡Qué tropical!

La dramatización de mis compañeros fue buena. Shakespeare alienta mis tardes. Pero me seduce más este ambiente: bicicletas, aceras, parejas, lectura, pan con café o, mmm, licuados tropicales.

Pavimento. Invierno. Con calor. Soltero. Y una pizzería al otro lado de la avenida.

¡La música jazz del fondo es néctar a mis oídos! Especialmente a mi mente repleta de pensamientos sobre una seducción llena de posibilidad.

Le doy hilo al tiempo.

Llegan más parejas. Serpeo los libros a mi costado. ¡Miles de libros heterosexuales! ¡Homosexuales! ¡Bisexuales!

Etcétera.

Esta tarde es solamente un domingo urbano cualquiera donde yacen las eternas luces del verano peleando con el frío de la noche en la escalera. Escritoras viejas me miran con miradas insinuantes. Periodistas ricas, creo.

Llegan más mujeres al café. Veo el fondo de una pared. En el fondo yace la sombra inerte del tiempo o el destino
que nos acerca y nos pasa por las cejas viejas.

¡Al fin encuentro una novela de Aldous Huxley!

La noche pronto cambia de nombre. Se me acercó una mujer. Ahora, la noche cambió. Se llamó: «Las medias rojas de una dama».

Una dama y un caballero hacen que la vida cobre su sentido de nuevo.
Nuestra especie no necesita más nada. Solamente un hombre y una mujer.
¿Ay, qué ha de ser?