Solía pensar, que era imposible apreciar
aquellas cataratas de mis ventanas.
Eran mis cortinas, que impedían ver
realmente mis golondrinas.
Las despreciaba, pero no más que a mi ser,
a él sí que lo odiaba.
Soñaba con aquel rayo de sol encontrar,
del tipo que a bosques puede atravesar.
Pero aquellas cataratas no dejaban de caer,
ni me dejaban ver,
la esencia de mi ser.
Mi ser, cada vez se descongelaba más,
como un glaciar en medio de un mar en paz.
¿Cómo no pude ver aquella flor rosada y anaranjada?
En medio de oscuras semillas, ¡cómo destacaba!
Pero mis cataratas no hacían más que mojarlas con leves gotas,
como copos de nieve cayendo en mis botas.
Mis ojos, no reflejaban más lunas llenas,
sólo adquirían el vacío y el frío de las noches ajenas.
Y mis cataratas, se alimentaban de la oscuridad,
de tan perdida que estaba, de tanta soledad.
Nunca me había percatado,
que más allá del espejo,
estaba lo más anhelado.
En lo más profundo de él se encontraba,
una mano ofreciéndose a ser aferrada.
Pero ya que nunca la pude encontrar,
debido a las cataratas que no me dejaban de arrastrar,
la perdí, perdí su conexión y su poder,
perdí las llamas que me harían arder.
Entonces la niebla me atrapó,
con su intenso y borroso gris me encerró,
impidiéndome ver los caminos de rosas que me esperaban,
impidiéndome presenciar los puentes que se asomaban.
Y debido a aquella jaula de dolor y pena,
hoy, bajo el viejo árbol que me condena,
aprecio aquellas cataratas de mis ventanas,
porque es lo único que me queda,
que de mi ser emana.