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Poema diez

Las estatuas de sal que tanto hemos amado
tras el gemido de Sodoma y Gomorra,
sus cuerpos se deshacen si las ciñen tus brazos.
Amantes desoladas como un paisaje ciego,
en cuyos pechos, recién salidos del océano,
nacía la sed. ¿Pero qué maldición cayó sobre ellas,
sino la maldición a las bodas de la carne y el sueño,
cuerpos y ceremonias, cabelleras y susurros
                            en los tibios secretos de la noche,
deslumbramientos de la travesía?
Todo cuanto la urdimbre sombría del pecado
condena: la pasión, la poesía, la línea del amor
grabada en la palma de la mano, el linaje
de increíbles amantes fundidos en su propio laberinto.
Sin embargo, en la más luminosa estela del corazón
donde nada es mentira,
perdura la gloria de esas paras mujeres orgullosas,
blancas como la muerte, con rouge en los labios.

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