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La estrella del amanecer

Contemplar es mi costumbre. Es quizá la razón que justifica mi existencia. Dedico largos ratos a simplemente mirar el horizonte bajo. Otro tanto de mi tiempo se lo ofrezco al movimiento de alguna polilla, de un zancudo o de un pescadillo; otro más, al movimiento de la nada en el aire de la estancia. Pero los periodos más largos, los más gozosos, son los que paso junto al ventanal del cuarto, tendido sobre el acolchado estampado en flores del piecero de la cama, bañado en la luz de la mañana, inspeccionando las variaciones de lo que ocurre allá, del otro lado del vidrio, en esa porción de mundo que, en fin, dicen que se llama afuera.

Digo que esta acción mía, este oficio de contemplar en la ventana, es un hacer gozoso. Pasan las horas y la contemplación se convierte en un dormir profundo.

Placidez.

Pero, ¿he dicho ya que este oficio es un hacer terrible, una condena, una confirmación de las barreras que me separan del mundo, un detonador de un sentimiento de injusticia que me lleva a preguntarme con un impulso de llanto en la garganta:—¿por qué, por qué yo, por qué a mí? Me asomo a la ventana como quien se para al borde de un abismo. Saltar es mi deseo. Correr por la montaña, respirar contra el golpe del viento, mirar el mundo desde la copa del abeto de la casa de en frente, pasar a ser un habitante de la totalidad del mundo, sin límites de muros, ni de ventanas, ni de puertas cerradas.

Hay un atisbo de inmensidad en el fondo de mí mismo. La sombra gigante de algo que se aproxima amenazante.

Yo estoy adentro. Vivo adentro.

El hacer que justifica mi existencia es un hacer tranquilo, silencioso, sutil, inadvertido. Pero es mi hacer un vértigo obstruido, una hondura cercada por barreras infranqueables.

Recargo mi pata derecha sobre el vidrio para verificar que entre mi cuerpo y el mundo hay un muro invisible, pero grueso; o me recargo contra el aire de mi discurso para recordarme que entre yo y el mundo, entre yo y los otros, hay una membrana sutil y gruesa que a la vez nos une y nos separa.

Vuelvo a mi silencio.

Ayer, fui de nuevo a mi lugar de ver el mundo en las noches. Arriba, una fila de gatos blancos, violeta y amarillo caminaba por el índigo. Estuve observando un rato largo. Luego, volví a la colcha de rosas para dormir, para seguir meditando eso que vi.

Horas y horas pasaron, bajó el sol y trajo el abismo índigo por el que corren los gatos nocturnos. Estuve un rato largo meditando cerca a la ventana y los vi llegar, marcando una curva larga sobre la oscuridad. Entonces recargué mi pata contra el vidrio, golpeé suavemente una vez, dos y tres, y su materia invisible se fue haciendo vaporosa. El humo en que se había convertido marcaba un camino que volaba impulsándome hacia el abismo índigo. Seguí la estela de sus volutas.

¿Saldrán a mi encuentro los gatos blancos de la noche?

Cuando crucé por el vapor de mi ventana, vi que el abismo iba alboreando y al llegar al horizonte, los gatos blancos se habían ido: corrí solo por el albor cuando clareaba el día. El vapor que aún me servía de sustento se fue haciendo denso, me agarró con su mano y fue en descenso hasta llevarme nuevamente hasta la casa.

Pasé el día recordando y meditando sobre lo que había vivido. Fui de una ventana a otra recargando mi pata sobre vidrios gruesos que siguieron siendo gruesos.

Más tarde, fui a la ventana del sur para ver la llegada del abismo. No esperé a que subieran los gatos de la noche. Solo entonces recordé con precisión el gesto. Di un, dos y tres golpes muy suave. La sustancia del vidrio se hizo vaporosa y me llevó hasta la profundidad índigo. Desde abajo, vi que subían los gatos de la noche. Corrí junto a ellos, jugamos a atrapar sombras esquivas, cantamos la canción del cielo por las noches esa que enciende y apaga la luz de lo inmenso y que hace palpitar los brillos de lo infinito. Había algo familiar en todo esto, algo de lo cotidiano. Desde allí, miré detrás, hacia las casas del mundo, que desde arriba parecen estrellas o lejanos planetas en los que ocurre una vida que desde arriba no se ve del todo. Y vi mi casa, pequeño planeta tibio, mi plato de comida recién lavado, mi tazón de agua fresca y todo lo que he cazado en años. La perrita sucia que me saluda desde afuera iba corriendo con un hueso viejo en la boca.

Cuando volví a ver de frente el índigo, los gatos de la noche se habían ido, también se había ido el índigo. Corrí de nuevo solo en el albor un rato pero mi palabra se hizo otra vez sólida ventana que ve devolvió al planeta en el que vivo.

Me miro desde dentro un rato largo con la perrita sucia. Ella corre en círculos, bate la cola como si estuviera muy asustada, ladra con la cara hacia arriba y al final se hecha al suelo mostrando su pancita y rascándose la espalda contra el suelo. Justo en ese momento la entiendo y le respondo cerrándole mis ojos varias veces. Entre los ladridos de Milú, escucho también a las gallinas, a los gorriones, a las mirlas, a la vaca que pisa las flores de la entrada y a una oveja negra. Recuerdo la canción del infinito y la canto pasito en mis adentros. Brillo el infinito en mi interior, brilla mi casa. Me voy adormilando, pero antes, un caer de galletas sobre porcelana, agua fresca, un juego largo de caricias y tararear bajito la canción del infinito que mi humana corea conmigo, me esperan en el corredor del norte.

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