Puedo romper en setenta y cinco pedazos sus mesas.
Puedo insultarlos. Hasta que sangre mi lengua.
Puedo cortar la luz de sus antros progre-fachos.
Puedo desesperarme.
Exaltarme por el murmullo de sus bocas rajadas.
Atropellar las palmas de aplausos vacíos.
Puedo hacer pis en sus vasos y asesinar a la ausencia de sus sombras
y arrebatar un pedazo de nada que desprenden sus ojitos tenues.
Una sílaba impalpable
retuerce las luces de un micrófono gastado.
Puedo dormirme en escena.
Puedo adivinarles un futuro inventado por mi panza. Misteriosa.
Puedo gritarles, hacer aparecer un duende bostezando, atornillar sus manos al piso, revolear copas repletas.
Hay un verso colado
entre las hendijas de un ventanal ciego.
¿Dónde están los que se arrancan la piel en el espejo del baño?
¿Los que coleccionan batallas para lanzar mensajes en botellas?
¿Dónde?
¿Los que no duermen por el éxtasis ígneo de un amanecer sosegado?
Puedo llorar por la indiferencia, mandarlos a la mierda y huir,
agujerear mis bolsillos para que caigan poemas.
Puedo gozarlos, sobrarlos, putearlos.
Puedo tallar mis voces en sus frentes, en sus tetas, en los preámbulos de sus páginas catárticas.
Puedo.
Pero si hacen silencio y me escuchan,
¿me escuchan?
van a ser mis palabras
las que se encarguen primero de todo eso.
Una camisa de fuerza
se rinde a los pies de mi métrica infundada.