Caen del cielo
como diminutos
copos de hielo,
cada uno de ellos
escondiendo
una palabra sagrada.
Forman montañas,
lagos helados,
inescrutables cuevas
en las que se esconden
creadores de almas,
y si los miras
muy de cerca,
parece que bailan
melodías al alba.
Cobran vida
cuando anochece y
solidifican,
gracias al nocturno soñador
que convierte en real
aquello que mira.
Se alzan en la sombra,
cantan y brillan
y se funden
con los vientos y las mareas
y todo aquello que no se ve,
pero agita profundamente
a aquel que aguanta
suficiente tiempo despierto.
Provienen de los bosques
mas verdes y profundos,
de las montañas
mas blancas y frías,
del interior de los volcanes,
de las supernovas que estallan
a millones de pensamientos de distancia,
de la ciudad gris y putrefacta.
De todos aquellos lugares
en el que existe
el equilibrio dinámico,
entre verde y rojo,
abismo y tierra,
viento y mar,
frío y calor,
vida y muerte.
Sacuden la bola de cristal
y la cubren de nieve multicolor.
Me sacuden a mi
y me convierten
en el perfecto soñador,
y ya no distingo
el interior del cristal esférico
de los colores que flotan,
ni me distingo a mi
de ese roble que aguarda enfrente.
Y se que él tampoco
me distingue.