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La interperie asesina

El cronómetro de nuevo habría sonado. El cielo encapotado por nubarrones negros, encabezando una cúpula redondeada donde los estertores de plomo se expandían brevemente, para retumbar como un eco y un grito ahogado de muerte sobre nuestras cabezas.
Oíamos los tiros, no nos mirábamos a los ojos. Condenados a la impotencia ante lo arrasador e irreversible, nuestras cabezas gachas inhalaban mecánicamente con cigarrillos colgando entre los labios,
Desprendiéndose, en un temblor, formando efímeras nubes azuladas.

Tras el opaco fondo de la cúpula de apariencia pétrida se desplomaban pesadamente las aves muertas
Estampándose contra los montones de tierra mojada
Cayendo como grandes bolas de un granizo terroso contaminado por la idéntica luz blanca y punzante del odio.

Oíamos los tiros y elevábamos los ojos,
Estudiando minusciosamente el vuelo rasante de los cuervos en su carácter premonitorio
Y oliéndonos, asqueados de un hedor, nuestras rodillas
Cubiertas de un barro manchado de pútrida vergüenza.

Allí, el ceño fruncido de un cazador
Encorvado detrás del fusil,
Con su ínfima contextura física que solo sabría canalizar su ira enmascarando el gesto enternecedor del imberbe detrás del fuego mortal de la escopeta.
Y una lluvia torrencial parecía aunarse en la negrura de un paisaje irreductible a meras palabras:
El tiempo corría pisándonos los talones, e incitándonos presuroso a la huida.
Cada estortor parecía haber resonado, agudo e insostenible en los tímpanos,
Penetrando como el agua tibia colándose entre las rendijas de la vereda, hundiéndose
En los angostos surcos arrugados de las manos.
Una imágen sangrante asomaba tímidamente desde nuestras nucas y se proyectaba al cuerpo entero, fluyendo por sus costados.

Carlos se refugiaba del viento detrás de su fusil y Carlos era
irreconocible detrás de su traje gris cual herradura de hierro
Tras su ficticio porte de caballero que gozoso se entregara a los placeres más mórbidos, al sadismo de un hombre devoto a la más nauseabunda violencia de infringir dolor sobre lo ajeno.
Estábamos sentados pasivamente en el suelo acolchonado por una vegetación pastoril, lisa y homogénea. Un paisaje rural que parecía interminable
E inauguraba un horizonte de blancas nubes, intacto de urbanismos irrelevantes,
Difuminando en sus rasos límites lo infinito en la circularidad de lo idéntico.
Un tiempo ensombrecido, plástico, parecía dilatarse ante la húmeda amenaza de tormenta.

Contradictoriamente, para nosotros, el vacío asemejaba
Un refugio amplio, distante a la neutralización de la existencia.
Más allá del acostumbramiento a los estruendos, no nos era ajeno ni el temblor nervioso de los dedos
Ni la taquicardia presidida del amargor del cigarro.

Nunca nos resultó un espectáculo agradable la descomposición que implicaba, en su esencia misma, el hombre
Que se regocijaba por su propia impotencia, con masacrar seres débiles,
O embalsamar animales pequeños.
Pero Carlos siempre quiso ser policía, y a todos nosotros nos abrubama la unanimidad de sus propósitos envueltos en un halo de rencor, de un placer ansioso del
ejercicio del dolor, de una desesperada necesidad de respeto y una manía irrefutable del culto al castigo
A ordenar las piezas en el vacío, a la carcel, al hastío
Anhelaba, entre tanto, la atribución inmediata de un papel o una medalla que le garantizara el rótulo de punitiva autoridad que se imponga con la fuerza de sus balas.

Escuchábamos los tiros sobrevolando nuestros oídos, y como cuerpos inertes sentíamos resonar sobre colchones de tierra los cuerpos cautivos de muerte y las alas rotas e insignificantes de las criaturas libres. Y los cuervos, encorvados sobre los abismos de su consciencia apesumbrada, nos rodeaban de vuelta escupiéndonos las frentes de asco y culpa, contra la inminencia de un porvenir que anunciara la mortalidad implícita en el gesto natural de la más pura inocencia: la tormenta.

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