Cada día, a la hora invariable, el niño veía al viejo pasar con la carretilla. El infeliz anciano se ganaba la vida arreando botellas rotas en su carretilla hasta que alguien, nadie supo con qué razón, pudo robarla.
Reemplazó el viejo su instrumento de trabajo por dos sacos de pita, uno en cada brazo. Parecía una cruz caminante. El niño, al verlo ahora, se sorprende y, a la hora invariable, pregunta al anciano:
—Viejo, ¿y la carretilla?
Y el anciano responde, con temblorosa voz y desconsuelo:
—¡Esa carretilla voló!
El niño, perplejo, confundido, mira al cielo: las nubes, el cenit, el firmamento... No encuentra forma de explicarse cómo, sin alas, aciertan a volar las carretillas...
El tiempo niño.
A quienes gentilmente se han tomado la molestia de colmar este salón con el propósito de escucharme proferir algunas impresiones en torno a la poesía redonda, límpida y feliz d...