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Una visita inesperada

Recuerdo que la tarde de otoño era lluviosa; aparté la vista del libro que estaba leyendo con la intención de encender la luz del cuarto de estar, cuando el timbre en la entrada se dejó oír con estridencia. Cuando salí al pasillo, una figura se perfilaba a la luz de la próxima farola, ofreciéndome el contorno de una silueta de mujer. Por un segundo pensé en ella, pero aquello era imposible, era demasiado tarde para hacer visitas; y Luisa ya hacía unos meses que se había casado. No obstante, y a pesar de estar pensando en ella, no pude evitar una cierta sorpresa al abrir la puerta. Luisa me sonrió con aquella sonrisa tan especial en ella. ¿Cuántas veces había besado sus labios?, muchas, pero ya no merecía la pena ni recordarlo, Luisa hacía meses que pertenecía a otro hombre.
—Hola –dijo con la mayor naturalidad–. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro –respondí echándome a un lado. Cerré la puerta y momentos después la invitaba con un ademán a entrar en el cuarto de estar.-¿Cómo, tú por aquí? –pregunté incapaz de calmar mi creciente curiosidad.
—Sí... –dijo quitándose el chaquetón y tomando asiento en el mismo sitio que yo había ocupado momentos antes–, sé que es un poco tarde y...
—¿Quién te ha traído?—pregunté interrumpiendo sus palabras.
—Una amiga...—respondió.
—¿Y Diego?—pregunté.
—Prefirió quedarse en casa... dijo que no tenía gana de salir...
—No sé qué ofrecerte –dije un tanto confundido por su presencia a aquella hora–, quizá un té o un café... una cola o un vaso de agua...
—Es un poco tarde para tomar café –dijo–, pero sí, prefiero, un café.
—Si quieres que sigamos hablando lo podemos hacer en la cocina –dije invitándola a seguirme–. Aunque tampoco voy a tardar mucho en preparar el café... lo digo porque me sabe mal dejarte sola aunque sean solo tres o cuatro minutos...
—No, no tiene importancia –respondió señalando el libro que momentos antes yo había dejado sobre la mesa–, siento haber interrumpido tu lectura.
—No tiene importancia, respondí saliendo de la habitación—, enseguida estoy otra vez contigo. Al entrar en pequeña cocina, me fijé en la hora en el reloj de pared que colgaba a un lado; las ocho menos cuarto. Una hora algo intempestiva para hacer visitas, pensé, pero en Luisa cabía todo. Ella no le daba importancia a aquellas cosas, y tratándose de ella, yo tampoco. Lo único que no acertaba a comprender era aquella visita, a aquella hora. Nerviosa no se la veía, por lo cual descarte que su presencia en mi casa a aquellas horas, pudiese ser la causa de una discusión con Diego. Llevaban demasiado poco tiempo para haber tenido un primer problema de pareja. Por fuerza tenía que ser otra cosa, pero por más vueltas que le daba en mi cabeza no terminaba de hallar hilo del que tirar, por lo cual, me dije a mí mismo que no debía preocuparme y que ella me lo diría si en verdad había surgido algún problema entre ellos.
Al poco rato nos hallábamos sentados ante sendas tazas de humeante café. Luisa volvió a hacer hincapié en el libro sobre la mesa, tomándolo en sus manos.
-«Fabiola» –dijo leyendo el título–. ¿De qué trata?...
—¿No sabes quién fue Santa Fabiola?—pregunté.
—No—respondió.
—Es la patrona de los divorciados—contesté.
—¡Vaya!... qué oportuno...
—¿Oportuno... por qué?
—Por nada, fue un decir, no le des importancia.
—Entre tú y yo han ocurrido demasiadas cosas –dije mirándola fijamente–. ¿Qué te ocurre?
—Nada... ¿Por qué lo preguntas?
—Porque te conozco demasiado bien; y sé que tu visita no es casual... sino que hay un motivo... ¿No quieres decirme lo que te ocurre?
—Es que... Es que no es agradable ni fácil hablar de ello... ¿Me entiendes?—dijo, dejando el libro otra vez sobre la mesa.
—Habíamos quedado en que teníamos confianza, creo que eso quedó claro hace mucho tiempo –dije posando la taza sobre el platillo–, pero si tu deseo es callar, tampoco tengo nada en contra y respeto tu silencio.
—Es que me es muy violento hablar con nadie de ese tema... Cuando tú y yo nos encontrábamos era todo tan distinto...
—Perdona, pero no sé a qué te refieres, nuestra relación quedó zanjada cuando decidiste casarte con Diego. Hoy en día eres una mujer casada y yo estoy fuera de juego. Una vez más, ¿qué es lo que te ocurre?
—A mí nada, pero a Diego... Yo soy una mujer joven y bonita. Sé que está mal que yo lo diga, pero cuando me miro al espejo, veo a una mujer que quiere vivir, una mujer que quiere ser amada, quiero disfrutar de mi matrimonio... ¿Es eso, pedir demasiado?
—No..., pero no sé a qué diablos te refieres...—respondí volviéndome completamente hacia ella.
—Mi marido no parece un hombre...
—¿Quieres decir que..., que es afeminado? No lo parece...
—No, no es eso, naturalmente que es un hombre, pero es un hombre que no cumple como tal o por lo menos en la medida que debería cumplir.
—Acabemos... –dije algo más tranquilo–, El problema es que Diego no cumple como sería tu deseo... Bueno, pues llévalo a un médico. Pide una cita, estoy seguro de que hallarán una solución.
—Ya, qué fácil lo ves tú todo, pero no, él no quiere ir a ningún médico.
—¿Se lo has propuesto?—pregunté.
—Naturalmente que se lo he sugerido... respondió algo exaltada.
—Pero es que yo no os puedo ayudar –dije siguiendo su exaltación–. Yo no soy médico...
—Pero seguro que sabes de alguna cosa que nos pueda ayudar—respondió dando a su voz un tono más sumiso.
—Lo siento, Luisa, pero yo nunca he necesitado de ningún médico para esos menesteres. –dije y añadí–. ¿Qué es lo que verdaderamente le ocurre? ¿Tiene algún problema serio? ¿Disfunción eréctil quizá?
—No, en ese aspecto es completamente normal –dijo–. Lo que le ocurre es que termina antes de empezar... Mira, el otro día él ya se había duchado; y cuando salí yo de ducharme, me había envuelto en una tolla de baño, así que salgo, le miro, lo veo... ¿Me entiendes?
—Sí, te entiendo... respondí con voz áspera.
—Yo me acerco a él con pasos insinuantes, mirándolos a los dos; y me voy quitando la toalla, prometiéndomelas muy felices; y de pronto, allá te va, sin tocarle ni con un solo dedo.
—¡Vaya!—exclamé sin poder evitar un repentino pensamiento. Tal y como yo conocía a Luisa, aquel problema suponía para ella tanto como sentirse atrapada entre las garras de un inútil, y de pronto recordé haber leído en una revista, unos cuantos consejos orientales, de alguien que al parecer hacía referencia a aquel problema.
—¿Qué pasa?, estás muy callado—dijo mirándome fijamente.
—No sé –dije como hablando conmigo mismo–. Sí, creo recordar haber leído hace unos días algo sobre eso.
—Bueno, pues ya es algo –dijo con una ligerísima sonrisa–. Explícamelo... Durante los próximos diez o quince minutos, le expliqué punto por punto lo que tenía que hacer, pero al final terminó diciendo:
—No sé, no lo veo claro... lo siento, pero por mucho que me lo expliques, cada vez lo veo más complicado.
—Mujer... complicado no es, solo tienes que prestar un poco de atención... y...
—No, pero si yo pongo atención, lo que pasa es que no sé de qué diablos me estás hablando...
—Entonces lo único que se me ocurre es, que lo pruebes conmigo –dije, arrepintiéndome inmediatamente de lo que terminaba de decir, pero cuál no sería mi sorpresa, cuando después de mirarme unos segundos, dijo:
—De acuerdo, ¿esperas a alguien aún?
—... No..., no espero a nadie, pero... ¿Estás segura de lo que vas a hacer? –dije algo confuso–, ahora eres una mujer casada, no es lo mismo que cuando estabas soltera.
—Todo sea con tal de vivir feliz, tal y como lo tenía pensado—dijo, y cogiéndome la mano tiró de mí suavemente hacia el dormitorio.
Algunas veces la vida nos pone barreras que debemos saber salvar y problemas que muchas veces queremos solucionar, terminando por añadirle al problema otro problema más.
Recuerdo que aquella noche dejé a Luisa en su casa a las once menos diez, antes de salir del coche me dio un beso en los labios con un «gracias» cariñosísimo. Seguí sus pasos mirando el contoneo de sus caderas, Luisa se sabía observada y antes de desaparecer en el interior de la vivienda agitó su mano en el aire. Puse el motor en marcha y dejé rodar el coche hacia la calle principal, cuando llegué a casa la calle estaba cortada, las luces intermitentes de los coches de policía y bomberos, no dejaban lugar a dudas de que allí había ocurrido algo grave y al acercarme pude comprobar que la segunda planta de la pequeña casa donde yo vivía de alquiler, se hallaba presa de las llamas.
Todas mis pertenencias se habían quemado, por lo que después de haber gestionado una parte de mis documentos perdidos en el incendio, pedí el traslado en la empresa donde trabajaba y me fui a vivir a otra ciudad.
Algún tiempo después, me enteré de que el fuego había sido provocado por un corto circuito, al parecer alguien se había dejado una cafetera eléctrica encendida.
A Luisa, tampoco la volví a ver nunca más, ni a tener noticias suyas.

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