Corazón

La carta que nunca te entregué

Recuerdo aquel día en que tu presencia se reveló ante mis ojos por primera vez. Fue como si el universo conspirara, tejiendo hilos invisibles para entrelazar nuestros destinos, permitiendo que nuestras miradas se encontraran y reconocieran en medio de la multitud. ¿Cómo expresar la vorágine de emociones que inundaron mi ser en ese momento único? El tiempo parecía congelarse, dejándonos a ti y a mí en una danza de complicidades silenciosas.

Llegaste como una estrella fugaz, irradiando una intensidad deslumbrante, pero, efímera y veloz, te desvaneciste. ¿Fue acaso un error mío? O tal vez, en tu propia singularidad, fuiste la artífice de este encuentro. Sí, tú eres la culpable de todo. La ironía de la vida se revela, ¿no es así? Perdona mi tono, sabes que me gusta aderezar cada situación con un toque de humor. Resulta curioso, incluso un tanto patético, atribuirte culpas; inventar incoherencias sobre ti y sobre nuestro encuentro efímero. En algún rincón de la existencia, de manera directa o indirecta, fui feliz por un instante, y por ello te estoy agradecido.

Aunque haya chocado contra las piedras, debo confesar que tu indiferencia terminó por aniquilarme. Quizás fui demasiado ciego para percibir las cosas con claridad. Sí, me estrellé torpemente contra el muro de tu desdén, y en ese encuentro trágico, la vida desplegó sus más amargas cartas.

Oh, la ironía del destino, qué caprichoso puede ser, ¿verdad? Quisiera confesarte que, en silencio y en tantas ocasiones, te besé mientras dormías, sin que jamás llegaras a percibirlo. Mis labios rozaron tus heridas con ternura, como si pudieran sanar el dolor que habitaba en tu alma. Tal vez, ese fue mi error: quererte con tanta intensidad.

En el exterior, el invierno se adueña del entorno, y quizás por eso evoco tu presencia, tan gélida como la estación que abraza el mundo. Recuerdo tu rostro, imaginando cuántas estrellas se extinguieron en el firmamento después de tu partida. No deseo malgastar más palabras describiendo lo que ya está grabado en mi memoria, pues cada una de ellas me recuerda que fuiste un capítulo triste en mi existencia. Resulta irónico pensar que en aquel fatídico día, fui testigo de mi propia muerte a manos de la misma persona por la que habría dado la vida.

Es triste reflexionar sobre cómo anhelaba ser tuyo, deseaba entregarte todo mi amor y mi ser, solo para comprender que no podría pertenecerte si tú misma no me pertenecías. Solo me poseíste a través de mis letras, sin tu consentimiento. Aunque, paradójicamente, mis letras siempre fueron tuyas. Lo más doloroso no es la pérdida de ti, sino el hecho de que te llevaste mis palabras, mis poemas, mi expresión. Después de todo, es lo que añoro con mayor intensidad, lo que me mantiene aquí, con vida y la necesidad apremiante de seguir escribiendo.

En fin, es melancólico reconocer que esta carta nunca encontrará su camino hacia tus manos; tal vez, carezco de la valentía necesaria para ello. No obstante, también dudo de la necesidad de tal gesto. Como siempre, estas palabras hallarán su destino en el rincón de mis recuerdos, acompañando a otras que aguardan ver la luz en alguna de mis publicaciones.

Es momento de poner punto final a este poema que quedó inconcluso, tú. En cuanto a mí, estimada, proseguiré mi senda, aguardando la llegada de esa “querida nadie” tan mencionada. Espero que estas líneas marquen el adiós definitivo a hablar de ti; no es por nada, pero ya has tomado bastante. En este punto de inflexión, te insto a permanecer allí, en el sitio que te corresponde, como musa de mis letras y de tantos otros, mientras yo avanzo, dejando atrás lo que ya no es, y abrazando con esperanza lo que está por venir.




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