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Elideth Abreu

El beso de mármol

Nadie en el pueblo recordaba cuándo había llegado la estatua. Se alzaba en la plaza, esculpida en mármol blanco, representando a una mujer de rostro sereno y manos extendidas, como si ofreciera un secreto.

Mateo la había visto toda su vida. De niño, jugaba a su sombra; de adolescente, la observaba en silencio, sintiendo que algo en su pecho se agitaba sin razón. A los veinte años, borracho de vino y melancolía, se atrevió a tocar su rostro con la yema de los dedos. Estaba fría.

Aquella noche, la soledad le pesó más de lo habitual. Nadie lo esperaba en casa. Nadie pronunciaba su nombre con cariño. En un arrebato absurdo, apoyó los labios sobre los de la estatua.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Sus venas ardieron. El mármol bajo su boca tembló.

Mateo cayó de rodillas, jadeando, mientras la estatua adquiría color. Primero en los labios, luego en las mejillas, hasta que la piel se tornó cálida y viva.

Ella parpadeó, inhaló profundamente y lo miró con una intensidad antigua.

—Me has despertado—dijo, con una voz que parecía el eco de siglos.

Mateo temblaba. Se tocó el rostro y sintió que su piel era más firme, más dura, como si la juventud se hubiese aferrado a él con más fuerza. En su interior, algo había cambiado.

Aquella noche, él se convirtió en hombre. No por el beso, sino porque, por primera vez, entendió el peso de sus propios deseos.

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