Lo que nunca olvidaré de aquella noche no es solo el final, sino el sonido de su llanto mientras me despedía. Ella, tan firme en su decisión, me envió un mensaje cargado de fatiga en sus palabras, revelando que mis inseguridades la habían agotado. Me di cuenta de que su decisión no fue tomada a la ligera, y aunque estaba aterrado, sabía en lo más profundo que este momento inevitablemente llegaría.
Con mucha insistencia, logré que hablara conmigo. No tenía la esperanza de cambiar su parecer, solo anhelaba una despedida, una que me consuele por mi culpa. Aquella conversación, de la que poco recuerdo, estuvo marcada por mis lágrimas que no cesaban. Cuando finalmente pude contener mi llanto, le expresé todo lo que una persona puede decirle a alguien a quien ama profundamente, pero que sabe que nunca volverá a ver. Cada palabra emergió desde lo más hondo de mi ser, con una sinceridad tan palpable que desató un llanto inesperado del otro lado del teléfono. Escucharla, contrario a lo que esperaba, me trajo una calma inesperada, una caricia para mi corazón herido. Hasta ese momento, creía que no sentía nada, que no le importaba dejarme solo y deshecho. Ahora, con el paso del tiempo, comprendo mejor sus lágrimas, pues he vivido lo que ella vivió entonces: renunciar a alguien que quieres por alguien que tu alma anhela aun más. Es una decisión difícil, a veces cruel, y en aquel instante, tal vez fui yo quien quedó atrás, mientras otro ocupaba su corazón. Siempre anhelé que ese alguien la amara con una intensidad que superara la mía, si es que tal ser pudiera existir.
Atravesar ese dolor en soledad fue devastador; no tuve a nadie que me consolara, y estuve al borde de ser consumido por mi tristeza.
La memoria de aquella noche aún pesa en mi corazón con tristeza, enojo y vergüenza. El dolor de no haber cumplido la promesa de estar juntos por siempre me aflige. Pero en lo profundo de mis sentimientos, una promesa permanece inquebrantable: la de no olvidarla jamás.