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El olor a pólvora.

Si no estuviéramos ya tan lejos de nosotros,
si supiéramos con certeza lo que hay detrás
y lo que no existe tampoco delante, en medio,
podríamos hablar tranquilamente de cosas
sin importancia e inventar seudónimos o trajes,
o maneras de no morir o lavarse el pelo.
Fácil –créeme–, si no fuéramos otros
los que vuelven a los nombres en imperfecto
y las escaleras comunes, si no la lluvia
y si no el nunca cotidiano y la sombra ajena;
si sólo alguna vez fuera posible acercarnos
a la ciudad íntima, en la que hicimos un día
una casa para sembrar nuestro dios azul
y nuestra muerte. Créeme si te digo ahora
que te odio un poco por ser tú y no quien respira
mientras escribo este poema, que me han dolido
en otro tiempo las bicicletas con que te vas
y el instante para el que no queda sino un dos
con su punto amarillo. Admite
que sería feliz jugando al póquer o ardiendo
en el fondo de un gin-tónic, porque nos quedamos
vacíos y nos falta audacia para salir
de nuevo al aire y encender nuestro olor a pólvora.

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