Chargement...

La caja de huesos

Durante mucho tiempo fui un erotófago que navegó entre mares de hipocresía. Mi casa estaba hecha de fuego, construida en niveles subterráneos, donde sólo podían entrar, aparte de mí, las ratas y los murciélagos. Eran siempre ellos quienes por las noches apagaban con sus chillidos mis lamentos, desesperación y soledad. Mis muebles eran sólo una mesa con un diseño siniestro, una cama triste y un librero infausto lleno de viejos libros deplorables  y misteriosos que nunca leía, porque la luz de neón de mis ojos nunca podía iluminar las letras por completo, pero a pesar de que los textos no me servían para nada, tenía miedo de tirarlos o quemarlos. Habían pertenecido a antiguos hechiceros africanos y encerraban secretos para curar enfermedades como el dolor de la inmortalidad, la ceguera eterna, la vejez y el dolor de muerte. Tenía la esperanza de algún día sacarlos a la luz del sol y leerlos por fin, pero ese día jamás se presentó, y los libros terminaron por podrirse entre  polilla y humedad. Algunos años, por principios de abril, llegaban de visita a mi morada pequeñas especies de demonios procedentes del quinto infierno. Me llevaban pequeños regalos, como una lujuria fabricada de insomnios y desgracias, o un reloj que anunciaba a cada paso de segundo la cercanía de mi final. En una ocasión aparecieron con una caja musical hecha de huesos  que lanzaba  gritos de padecimiento y profundos sollozos. Sonaba siempre a las dos de la mañana con un sonido de cráneo hueco y entumecido. De ella comenzaban a brotar criaturas sombrías de rostro desdichado que poco a poco llenaban mi casa, hasta volverla profana y lúgubre. Logré deshacerme de ella cuando por el otoño emergió de la tierra una presencia infernal de cuerpo sensual y ojos abismales. Al verla brotar, sentí temblar mi alma de simple mortal, pero era más grande la necesidad de apagar mi  abandono y desamparo que el miedo que me despertaba. Su rostro era una llamarada seductora que cambiaba a cada instante su color, de rojo a violeta o de azul a amarillo. Llevaba entre sus manos almas fantasmales que parecían desesperadas por escaparse de su piel, y sus uñas eran tan largas y negras que parecían ser parte de mi casa oscura. Envolví mis brazos ardientes entre su encendida cabellera, y fundí mi cuerpo en su cuerpo hasta quemarme mis entrañas. Tal vez pasaron horas o quizás siglos, en los que mi pecho volvió a suspirar y a llenarse de silencio, mientras que la presencia se llenaba de mi alma y devoraba mi desconsuelo y reconcomio. En su último día, ella escuchaba con nostalgia el sonar de la caja de huesos. Era tanta la tristeza con que la miraba, que terminé por atársela a su cuello, y sucedió en ese acto que por primera y última vez la vi sonreír, y agradecida, apagó su fuego eterno por un instante y me envolvió en el lecho de su cuerpo. Curó mis heridas y se fue por siempre, dejando mi vida con un perfume eterno de anhelos y esperanza.

Préféré par...
Autres oeuvres par Abel Estrada Guadarrama...



Top