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Sara de Ibáñez

Sara Iglesias Casadel artísticamente conocida como Sara de Ibáñez, cuyo apellido tomó de su marido, fue una poeta uruguaya (Chamberlain, Tacuarembó, 10 de enero de 1909 – Montevideo, 3 de abril de 1971), conocida cariñosamente como Gran Sara por escritores como Octavio Paz. Fue reconocida entre otros premios por el Premio de la Academia Nacional de Letras y por el Premio Nacional de Literatura en 1972. Vivió de niña en Chamberlain, departamento de Tacuarembó, hasta que su familia se mudó a Montevideo. Fue profesora de enseñanza secundaria desde 1945. Se casó con el también poeta Roberto Ibáñez. La pareja tuvo tres hijas, Ulalume, Suleika y Solveig, que también se convirtieron en escritoras. Ulalume se trasladó a México donde, bajo el nombre de Ulalume González de León, desarrolló una brillante carrera como poeta, traductora, ensayista y editora. Sara de Ibáñez se destacó por tener una vida recogida y privada.2 Comenzó a escribir de niña, aunque no publicó un libro hasta cumplidos 30 años. Todos sus libros recibieron premios en Uruguay, además de dos póstumos. Sara tenía por costumbre escribir dos libros a la vez al igual que hacía su marido; cada uno era diferente en tema y estructura. En vida fue aclamada por varios poetas contemporáneos, como Pablo Neruda, quien prologó uno de sus libros, comparándola con Sor Juana Inés de la Cruz, Gabriela Mistral y María Luisa Bombal, y expresó su admiración por sus poesías en varias ocasiones. Mistral también citó a Ibáñez, de su poesía misteriosa y de significados profundos,2 Jules Supervielle alabó su conocimiento de la poesía occidental, especialmente del simbolismo francés, y así Vicente Aleixandre, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Cecilia Meireles, Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade, Josep Carner, Rafael Alberti, León Felipe, Octavio Paz, Amado Alonso, Emilio Noulet entre otros. Estilo y temas Sara de Ibáñez destaca por su poesía misteriosa y casi hermética, de cierta tradición barroca, e ideas claras y descarnadas. Su hermetismo causa, sin embargo, dificultades de interpretación que hacen accesibles sus escritos tan sólo a minorías cultas. Mostró en muchas ocasiones los temas del suicidio y de las batallas. Su obra se caracteriza por la angustia de la existencia, el desamparo, la muerte, el amor, la autoaniquilación de la humanidad y la relación hombre-Dios. En menor medida, trata el sentimiento patriótico (Canto a Montevideo) y la condena a la guerra (Hora ciega). Sus libros más representativos son La batalla y Apocalipsis. Se ha notado un gusto por la simetría, iniciando varios versos de la misma manera o estableciendo reglas de palabras antónimas. Buscaba la perfección técnica y la pureza y transparencia de las imágenes. Llegó a ser una maestra de la métrica y el ritmo. Poemarios * Canto (1940). * Canto a Montevideo (1941). * Hora ciega (1943). * Pastoral (1948). * Artigas (1951). * Las estaciones y otros poemas (1957). * La batalla (1967). * Apocalipsis 20 (1970). * Canto póstumo (1972). Poemas Un ejemplo de su obra es el poema "Quisiera abrir mis venas...". Quisiera abrir mis venas bajo los durazneros, en aquel distraído verano de mi boca. Quisiera abrir mis venas para buscar tus rastros, lenta rueda comida por agrias amapolas. Yo te ignoraba fina colmena vigilante. Río de mariposas naciendo en mi cintura. Y apartaba las yemas, el temblor de los álamos, y el viento que venía con máscara de uvas. Yo no quise borrarme cuando no te miraba pero me sostenías, fresca mano de olivo. Estrella navegante no pude ver tu borda pero me atravesaste como a un mar distraído. Ahora te descubro, tan herido extranjero, paraíso cortado, esfera de mi sangre. Una hierba de hierro me atraviesa la cara... Sólo ahora mis ojos desheredados se abren. Ahora que no puedo derruir tu frontera debajo de mi frente, detrás de mis palabras. Tocar mi vieja sombra poblada de azahares, mi ciego corazón perdido en la manzana... Referencias Wikipedia-http://es.wikipedia.org/wiki/Sara_de_Ibáñez

Yolanda de Bolivia

Yolanda Bedregal de Cónitzer, (La Paz, 21 de septiembre de 1913 - La Paz, 21 de mayo de 1999, poeta y novelista boliviana, conocida como Yolanda de Bolivia. Hija de Juan Francisco Bedregal, escritor, catedrático y Rector de la Universidad de La Paz, y de Carmen Iturri Alborta,1 realizó sus estudios primarios en una escuela pública y concluyó el bachillerato en el Instituto Americano de La Paz. Realizó estudios superiores en la la Escuela de Bellas Artes, en la ciudad de La Paz, y obtuvo una beca para estudiar estética en la Universidad de Columbia, en Nueva York. A su retorno a Boliviaenseñó en varias instituciones, entre ellas el Conservatorio de Música, la Escuela Superior de Bellas Artes, la Universidad Mayor de San Andrés y la Academia Benavides de Sucre; trabajó en el Consejo Nacional de Cultura y en la Municipalidad de La Paz, de la que fue Oficial Mayor de Cultura. Fue Presidenta y fundadora de la Unión Nacional de Poetas, del Comité de Literatura Infantil y de institutos binacionales, miembro de Número de la Academia Boliviana de la Lengua y de la Academia Argentina de Letras, Secretaria del PEN Club, miembro honorario del Comité Boliviano por la Paz y la Democracia y representante de Bolivia en varios congresos internacionales y fue designada como Embajadora de Bolivia en España. Yolanda Bedregal publicó cerca de 20 libros entre poesía, narrativa y antologías. Realizó la Antología de la Poesía Boliviana para la Universidad de Buenos Aires y para la Enciclopedia Boliviana, de la editorial los Amigos del Libro. Publicó varios artículos y ensayos sobre literatura, arte, pedagogía, religión, mitos, folklore, artesanía aimara y quechua en revistas y periódicos y escribió libros de literatura infantil. El Estado boliviano instituyó, como homenaje a la escritoria, el Premio Nacional de Poesía “Yolanda Bedregal” el año 2000, que se convoca cada año desde entonces.

Carmen Yánez Hidalgo

Carmen Yánez nacida en Santiago en 1952, es una de las poetas chilenas más sobresalientes en la actualidad. Su poesía tiene una dulzura estremecedora que invita a la contemplación y fascina a todo aquel que haya nacido con cierta tendencia instintiva hacia la belleza. Su vida, como la de tantas escritoras legendarias, está llena de dolor, pero no exenta de felicidad. Ella, como Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva o María Teresa de León, vivió en carne propia uno de los episodios más terribles de la historia del siglo XX, razón por la cual debió exiliarse en Suecia desde 1981. En 1997 cambió su residencia a España. En Gijón, Asturias, encontró un paisaje que la fascinó y el regocijo de volver al más puro origen, que para ella, como para todo escritor auténtico, está en el idioma. Aunque había empezado a publicar en revistas desde Suecia no fue sino hasta 1998 cuando apareció su primer libro “Paisaje de Luna Fría”. Muy pronto su poemario fue traducido y editado en Italia. En el 2001 publica “Habitata dalla memoria”. Al año siguiente recibe en España el prestigioso premio de poesía “Nicolás Guillén”. Su más reciente título “Alas del viento”, aparecido en el 2006 fue traducido en Francia por el Atelier de traduction d´espagnol de Saint Malo que Claude Couffon dirige en La Maison des poètes et des écrivains. Ese mismo año se publicó en Italia en edición bilingüe el libro “Tierra de Manzanas”. Desde hace poco más de una década forma parte del consejo de redacción de la revista del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón. Y es una de las mejores promotoras de la poesía que haya conocido jamás. Los recitales poéticos que organiza en Gijón todos los años durante el Salón del Libro tienen un éxito absoluto, porque Carmen, además del cuidado que pone en cada detalle, tiene el don de la armonía. En un mundo que aparenta inclinarse cada vez más por lo corriente Carmen Yánez sobresale por ser una mujer extraordinaria. Queridos lectores, los invito a disfrutar los poemas que la misma autora envió para ustedes. No se sorprendan si sienten que en ellos se escucha un crujir de huesos, una ráfaga de lluvia, una ola que vuelve a estallar, porque la vida es una sola y sus palabras suenan claras y precisas en la voz de un verdadero poeta. Referencias http://www.laurenmendinueta.com/carmen-yanez-poeta-chilena/

Mercedes Matamoros

«La poetisa del dolor» «La alondra ciega» "Fue precursora de la poesía intimista femenina y una de las figuras claves del modernismo en Cuba." Mercedes Matamoros es uno de los casos más dolorosos de nuestra historia literaria. Fue una mujer triste, pues la vida poco o nada la retribuyó en el amor y hasta en la belleza, pues, se afirma, era poco agraciada. Suplió estas carencias con su propia obra cargada de energía dramática y concentrada emoción. Perfecta hacedora de sonetos, los suyos quedan como una de las muestras más sobresalientes de la poesía cubana en su momento de transición del romanticismo hacia los primeros atisbos modernistas. En vida le fue difícil alcanzar la gloria y la dicha («en tu pecho anidó, porque en la vida/ gloria y dicha alcanzar fuera locura», expresó Manuel Serafín Pichardo en un momento de su poema «A Mercedes Matamoros», leído después de ser sepultada), pero será recordada siempre, porque fue grande de espíritu y de obra, expresión de una carga de sentimiento acumulado que estuvo siempre, como dijera Lezama Lima, en «la más permanente fascinación».(...) Su vida y su obra Nació Mercedes Matamoros en la hermosa ciudad de Cienfuegos el 13 de marzo de 1851. Las breves noticias biográficas que de la poetisa se han publicado coinciden con el error casi unánime de señalar el año 1858 como aquel en que ocurriera su nacimiento. Error injustificable en sus biógrafos, pero sobre todo en los que, como D. Francisco Calcagno, el laborioso y frecuentemente equivocado autor del «Diccionario Biográfico Cubano», fueron contemporáneos de Mercedes Matamoros... . (...) Aún en el caso de que no existiera la partida de bautismo que damos a conocer al final de este estudio, no podría aceptarse que dicho suceso ocurriera en 1858, a poco que se recorriesen los periódicos en que aparecieron las primeras producciones literarias de Mercedes Matamoros. En efecto, ella dio a la publicidad en 1867 folletines y artículos de costumbres en algunos diarios de La Habana. ¿Cómo habría de escribir esta clase de trabajos una niña de nueve años? La Avellaneda creó a los ocho años un cuento, es verdad, y Heredia de poco más edad una fábula; pero apenas es necesario establecer una comparación entre unos y otros géneros para echar de lado la posibilidad de que Mercedes Matamoros hubiera escrito sus artículos «Un primer baile», «Uno como hay muchos» y «Desvaríos y tonterías» aún no cumplido el primer decenio de su vida. Hoy, con la partida de bautismo de la poetisa ante la vista, podemos corregir definitivamente el repetido lapsus cronológico, autorizado por escritores de la reputación del citado Calcagno, de Chacón y Calvo y otros. Muy joven aún, tendría dieciséis años, empezó a dar a la publicidad sus primeros trabajos. Y, cosa rara, estos primeros escritos no eran en versos, sino en prosa. Eran, como se ha dicho, artículos de costumbres; en los que demuestra, a la par que un espíritu tempranamente inclinado a la reflexión, marcadas dotes para observar y describir. (...) pasa una década sin que Mercedes Matamoros vuelva apenas al escenario de la publicidad. Calló, como era preciso que callaran los poetas de la Isla mientras se escribía con sangre y llanto la epopeya de Yara. Fue un ciclo en que el alma cubana tuvo puestos todos sus entusiasmos, toda su fe, todos sus ideales, en el triunfo de los hermanos que en lucha homérica defendían nuestro derecho a la independencia. Los poetas rehusaban toda pueril aventura lírica y pulsaban la lira de hierro para lanzar sus imprecaciones al enemigo, en la manigua cómplice, entre carga y carga de machete; o para evocar en la tristeza del destierro las delicias sacrificadas al amor de la libertad. En las ciudades cubanas, en tanto, otros componían, bajo la mirada áspera y desdeñosa de los amos de la colonia, poemas en que se evocaban rebeldías bíblicas o se fustigaba la soberbia de extranjeros déspotas, poemas cuya alusión al drama nacional reconocía enseguida el nativo y que servían de alivio y de estímulo al alma revolucionaria en su obligada clausura. (...) Atraviesa la poetisa el apogeo de su gloria. Martí, Varona, Tejera, le prodigan elogios. (...)El último amor de Safo es en opinión general de los críticos la mejor de las obras de Mercedes Matamoros. Lo componen veinte sonetos que consagran a la autora entre los grandes cultivadores de este género poético. Sus versos son fáciles, armoniosos y rotundos. Cada soneto dentro del poema encierra un pensamiento completo y se enlaza con los anteriores y con los siguientes solamente por el estado anímico que representa dentro del proceso de la pasión sentida por la protagonista de la obra. Algunos son primorosas joyas que se diría labradas para lucimiento de antologías si no se supiera que la autora, enemiga del artificio hasta hacer un culto de la expresión primigenia, los escribió con su presente compostura y se negó a introducir en ellos modificaciones de forma que críticos amigos le aconsejaron después de leer por primera vez el poema. (...) Réstanos analizar parte de su labor literaria que, aunque menos valiosa, es necesario tenerla en cuenta si se quiere dar una impresión completa de la obra poética de Mercedes Matamoros. Nos referimos a la poesía patriótica, inspirada por un vehemente amor por Cuba que ella condensó en la contestación que diera a una encuesta hecha por «El Fígaro»: «-¿Si usted no fuera cubana, en dónde quería haber nacido?» «-Si yo no hubiera nacido en Cuba, quisiera haber nacido en Cuba.» Esto en cuanto a su amor por Cuba, que en cuanto a su idea de lo que es la Patria la encontramos definida en una estrofa de la Sensitiva XX: «Bastarán una flor, una armonía, para acordarte de la ausente patria, Ella es tu madre, y por la madre siempre derrama el hombre sus mejores lágrimas.» Fue Mercedes Matamoros uno de los 'poetas de la guerra'. Su alma grande, llena de todos los amores, no podía contemplar impasible la epopeya gloriosa que regaba de sangre los campos de Cuba. Su lira no podía permanecer muda ante los dolores de sus compatriotas, ante las victorias de la Tiranía, ante aquel cuadro de horror que ofrecía la Reconcentración. Y le arrancó notas tristes para cantar a los mártires y sonidos guerreros para cantar a los héroes, y lágrimas amargas para llorar con la familia cubana, y estrofas henchidas de esperanzas en el porvenir de la Patria. Los sonetos de Mercedes Matamoros merecen consideración aparte. En ellos alcanzó su mayor perfección formal. En ellos encajó descripciones y fantasías imperecederas. La Tempestad, escrita después de su primer largo silencio ocasionado por calamidades domésticas, es un lienzo sobrio y viril en que aparece la figura del Primer Almirante en primer plano, frente a la chusma atemorizada ante el gesto sereno con que acoge al par la inclemencia de los hombres y la de los elementos; «Que al bramar de los vientos desatados, entre la sombra que oscurece el día, y al choque de los mástiles lanzados por el vívido rayo al hondo abismo, tranquilo el genio está, porque confía en su inmenso poder, como Dios mismo.» Referencias Cuba Literaria - http://www.cubaliteraria.cu/autor/hortensia_pichardo/mercedes.html Cuba Literaria - http://www.cubaliteraria.cu/articulo.php?idarticulo=14171&idseccion=84

Carmen Alicia Cadilla

Carmen Alicia Cadilla Poetisa puertorriqueña, nacida en Arecibo en 1908. Autora de una producción lírica que, por su hondura y brillantez, ha sido traducida a los principales idiomas del mundo, está considerada como una de las grandes voces de la poesía femenina puertorriqueña del siglo XX, junto con Julia de Burgos y Clara Lair. Además, en compañía de estas dos autoras se ha distinguido también por su encendida defensa de la promoción de la mujer en la isla antillana. Alentada desde muy temprana edad por una acusada vocación poética, Carmen Alicia Cadilla se dio a conocer como escritora por medio de unas composiciones primerizas que publicó en la revista Puerto Rico Ilustrado. A partir de entonces, su compromiso con la literatura difundida a través de publicaciones periódicas se mantendría firme a lo largo de toda su andadura literaria, de tal modo que gran parte de su producción lírica habría de quedar diseminada por gran cantidad de periódicos y revistas culturales. Esta vinculación con la prensa periódica se consolidó definitivamente tras los estudios periodísticos que la joven escritora pudo seguir en la vecina isla de Cuba, merced a una beca otorgada por el gobierno de su propio país. Posteriormente -y ya de nuevo en suelo puertorriqueño-, hizo valer esta formación periodística en calidad de directora de la revista Alma Latina, de donde pasó a ejercer las funciones de redactora -gracias a su condición de funcionaria del Departamento de Instrucción Pública- en dos publicaciones dirigidas a los jóvenes lectores antillanos: el rotativo Escuela y la revista Semana. Por aquel entonces ya habían visto la luz sus primeras entregas poéticas, iniciadas por el volumen de versos titulado Los silencios diáfanos (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1931), al que siguieron los poemarios Lo que tú y yo sentimos (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1933) y, al año siguiente, Canciones en flauta blanca (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1934), obra que ya contaba con el respaldo de algunos de los grandes poetas hispanoamericanos contemporáneos, como la chilena Gabriela Mistral, autora del prólogo que lo encabezaba. Aunque un gran número de composiciones líricas de la escritora de Arecibo quedó impreso en los rotativos y revistas ya mencionados en parágrafos anteriores, lo cierto es que Carmen Alicia Cadilla recogió otros muchos poemas propios en sucesivos poemarios que fue dando a la imprenta en forma de libros autónomos; así, el resto de su producción poética se compone de otros títulos como Raíces azules (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1936), Litoral del sueño (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1937), Zafra amarga (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1937), Voz de las islas íntimas (Santo Domingo [República Dominicana]: Editora Montalvo, 1939), Diapasón (Mendoza [Argentina]: Brigadas Líricas, 1939), Ala y ancha (La Habana [Cuba]: Ediciones "La Verónica", 1940), Antología poética (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1941), Alfabeto del sueño: poesía niña (San Juan de Puerto Rico: Imprenta Venezuela, 1956) y Entre el silencio y Dios (San Juan de Puerto Rico: Ediciones Juan Ponce de León, 1966). Además, es autora de un extraordinario poemario inédito, Calendario lírico de Puerto Rico, que en 1964 fue galardonado con el primer premio de poesía en el V Certamen Literario Panamericano. Lógicamente, esta extensa e interesante producción literaria le ha valido a la autora de Arecibo otros muchos honores y reconocimientos, entre los que resulta obligado recordar el primer premio en el Certamen del Círculo de Escritores y Poetas Iberoamericanos, concedido en la ciudad norteamericana de Nueva York en 1966. Todas estas distinciones contribuyeron a acentuar su presencia en el panorama artístico e intelectual de su país a mediados del siglo XX, donde se destacó como miembro de la Sociedad de Mujeres Periodistas de Puerto Rico y de la Sociedad de Autores Puertorriqueños. A grandes rasgos, en la evolución estilística y temática de Carmen Alicia de Cadilla es fácil señalar una primera y pronunciada influencia de los modelos postmodernistas, que pronto dio paso a la asimilación de las nuevas formas vanguardistas para acabar situándose de lleno en los límites estéticos del movimiento atalayista. Sin embargo, dentro de ese peculiar tono poético, específicamente suyo, que mira siempre hacia su propia intimidad y analiza los pequeños hechos que la rodean (por insignificantes que puedan parecer), Carmen Alicia de Cadilla supo evolucionar personalmente hacia la recuperación de viejas fórmulas románticas todavía aptas para la expresión de ese sentimiento íntimo procedente de su pequeño mundo interior. Entre los temas más representativos de su obra, destacan la alabanza ante la contemplación del mundo, el deseo de alcanzar una vida idealizada y la exploración minuciosa de los sentimientos amorosos. Y en lo tocante a los aspectos formales, tal vez el hecho más significativo radique en la brevedad de que hacen gala casi todas sus composiciones. Referencias www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=cadilla-carmen-alicia

María Luisa Milanés

(...) Autora del primer manifiesto feminista que se conoce en Cuba: su valiosa Autobiografía, está casi olvidada. Poetisa bayamesa, vivió apenas 26 años, pero le bastaron para marcar con su impronta, no sólo las letras de su tiempo, sino, de forma muy particular, introducir el tema de género en los que serían, de unos años acá, los actuales estudios sobre el tema. Y es que su fino y culto temperamento, convirtieron a María Luisa Milanés en la incomprendida y rebelde autora de valiosos textos en verso y prosa que, por su calidad, la ubican entre una adelantada de las corrientes literarias que formarían parte de nuestras letras a partir de los años ‘40 del siglo XX. (...) Venir al mundo, ¿para crear? María Luyisa Milanés, nacida el 15 de julio de 1893, en el poblado bayamés de Jiguaní, de la antigua provincia de Oriente, y en una familia de la que saldrían figuras de nuestra historia (valga un ejemplo: fue sobrina de Margarita Estrada, hermana del primer presidente Tomás Estrada Palma), por su talento y formación, pudo estudiar en los mejores centros educacionales de la época, como el Colegio Francés y el Sagrado Corazón. Ya de pequeña escribía versos y había oído en su hogar y de boca de sus padres, poemas de José María Heredia, Juan Clemente Zenea y Plácido, entre otros destacados autores de la centuria que la vio nacer, como asimismo, pintaba y tocaba el piano («el arte sublime que me hacía soñar»), según nos cuenta la ensayista y narradora María del Carmen Muzio en la valiosa biografía: María Luisa Milanés, el suicidio de una época, publicada por las capitalinas Ediciones Extramuros en el 2005. Justamente, con apenas 19 años, ya dominaba el inglés, el francés y el latín; de tal suerte, durante su educación en esos centros, leía lo mejor de los clásicos de las literaturas españolas, inglesa y francesa. Y se interesó por un género entonces en boga en Europa, la novela psicológica («se apoderó de mi alma el amor la novela psicológica, que había de perdurar y fructificar más tarde», nos dice en su Autobiografía), pero también por la Astronomía, algo raro en una mujer de esos años. Al culminar sus estudios, frisando los 20 años, regresa a Bayamo, entonces una ciudad bastante atrasada en las costumbres de sus pobladores, al punto de que allí, como en muchas otras regiones del interior, no era común que una joven leyera y escribiera versos, aunque fuera de familia acomodada. Durante su etapa de estudios, lo mismo en su hogar que en las escuelas religiosas, ya comenzaría a chocar con la férrea educación las ‘tías’ y de tales centros, donde se formaba a las chicas para ‘mujeres del hogar’, ‘buenas esposas’ y ‘dulcísimas madres’. Así, en unas breves vacaciones, el padre la llevó a su hogar en Bayamo, donde «mi madre —según la poetisa contaría en su Autobiografía— quedó dolorosamente impresionada por mi cambio de carácter. Había olvidado la risa. Las viejas tías, al cambiar por completo mis hábitos, cambiaron mi naturaleza espiritual. Mi alegría dejó de ser un gesto natural para encarnar una recompensa. Y eso es un error. […] En ocasiones, «pierdo el color y la vista, y el control de mí misma, y caigo en una abulia mental y espiritual dolorosísima, que, hiperestesiada, me ha llevado a veces hasta la desesperación. Y como no hablo ni lloro, ni desahogo mi temperamento, la tempestad dura, y me enerva. Y para evitarla me he sentido siempre capaz de renunciar hasta a la misma vida. Y como mis gritos, mis cantos, mis retozos provocaban las violencias de aquellas tres pobres viejas, tan buenas y cariñosas, pero chapadas tan a la antigua, renuncié a los juegos… Porque ellas pensaban que ya a los diez años, la mujer debe ser ‘formal, hacendosa y callada para demostrar lo que será después’.» La poetisa se rebela, pero... Nunca quiso publicar sus poemas y sólo serían conocidos, tras su desaparición física, gracias a un número especial de Orto, la importante revista especializada de la vecina ciudad de Manzanillo. Baluarte de la cultura cubana de aquellos años, la publicación fue dirigida, desde su creación, por el poeta Juan Francisco Sariol, quien dedicó esta edición en homenaje a la poetisa. En las páginas de la Edición extraordinaria en homenaje póstumo a la excelsa poetisa María Luisa Milanés (1920), se aprecian las cualidades literarias de Liana de Lux, seudónimo adoptado por la poetisa, para ocultarse y así poder escabullirse de los torpes prejuicios de la época, cuando a una provinciana casada se le prohibía publicar sus versos. Se debe comprender a esta mujer, quien, con sensibilidad y espíritu no comunes, se sentía condenada, por las circunstancias epocales, a una mediocre existencia dedicada a las elementales tareas del hogar, al que estaba atada por un padre y un marido machistas. El padre la adoraba y complacía sus caprichos hasta que se casó en contra de su voluntad. El dolor, la frustación y más, mucho más El epicentro de su obra en versos es el dolor y la frustración por no poder dedicarse a las letras ni al arte, sus fervientes pasiones. Y aunque quiso rebelarse ante tal status, desapareció tempranamente, quizás al ver qué imposible resultaba entonces luchar contra el dominio del hombre o, lo que es lo mismo, el demonio del machismo en aquella sociedad y época, marcada por la también machista cultura hispana. La muerte, muy pensada por la poetisa, resultaba tema común en su obra, toda vez que veía truncos sus afanes y acaso, tal una obsesión, intuida acaso como una liberación, una redención de la existencia. Así en sus poemas «Jan Noli Tardare», «Ya yo me voy consciente» y «Hago como Spartaco» refleja tal sentimiento. En el primero alude, poéticamente, a «las mariposas negras del suicidio». Pero será en el soneto «Yo quiero hartarme de llorar», donde mejor y con más calidad refleja este pensamiento. Allí clama, quizás anticipando su pronta muerte: sólo un mes y medio antes de desaparecer, el 12 de octubre de 1919. Yo quiero hartarme de llorar, yo quiero Desmenuzar mi amor y mis dolores Demoler mi ilusión, mi pesar fiero Y acabar mis recuerdos y rencores. Yo quiero hartarme de llorar mis lágrimas Que jamás calman mi añoranza intensa Que no se llevan mi desgracia inmensa Ni borran, cuando corren, mis nostalgias Yo quiero hartarme de llorar, rendida Por el dolor, por la injusticia helada Y en llanto rojo al fin, dejar la vida. Contar su vida A pesar de la calidad de su escasa, pero valiosa obra poética, lo más importante de sus letras radica en su Autobiografía, donde narra sus ansiedades, avatares, y frustraciones. Son reveladoras estas breves e intensas páginas, en las que, al margen de su calidad, se confiesa ante sí misma, pues ella nunca pensó publicarla. Allí, dice: No soy dueña de mí misma. En ese mundo en que tanto se cantea, se precisa y se saca a relucir el libre albedrío, no se es dueño siquiera de vivir la vida; hay no sólo que dejar que se la vivan a uno, sino que querer o demostrar que quiere uno que lo lleven de la mano y le reglamenten el amor, el deseo, el talento, el placer, el dolor y hasta el más supremo de los derechos: el de vivir o no. […]… la vida de la mujer latina es un ferropusiato. Todo está previsto, marcado, arreglado, medido y, hasta duplicado por si se pierde, se confunde o se olvida el ‘proyecto de vida’. No tiene el derecho de sus emociones, de sus inclinaciones, de sus aficiones, de sus aspiraciones, de su talento, sino el deber de lo que ‘está bien’ y la prohibición de lo ‘que está mal’. Es decir, que está sometida a un código fantástico, envilecido y anormal, que prescribiéndole ‘lo que está bien’ y prohibiéndole lo ‘que está mal’, le prescribe la hipocresía y le prohíbe ser honrada. Sí, porque ser honrada des seguir la ley natural, ser veraz, ser franca. En otro momento, condena la poetisa: Tenemos también que entre los hombres latinos está tan reciente, tan vivo, tan entero el hombre prehistórico, que no se conciben relaciones afectuosas y menos afectuosas entre personas de diferente sexo que por decencia, por consciencia, por posesión y control de sí, sean asexuales y asensuales. Y como consecuencia de la esencia y el alcance de todo lo dicho, tenemos que la cultura, la erudición, la educación, el talento cultivado, la mentalidad fuerte y serena, está en la mujer latina, mucho menos que en embrión. Que en los casos en que se persigue un fin tan noble y puro como este, la mujer, para adelantar, formarse y progresar, necesita relacionarse con el hombre porque es el hasta aquí cultivado. Aún en otro instante, deja sentado: Yo me limito a sonreír, a hacer creer que creo ‘que no está bien’ que yo escriba, porque eso no es cosa de mujeres, ni las amistades, ni la publicidad, son cosas distinguidas, y con el más supremo de todos mis derechos, me reservo el de reunir, para aquellos que me acogieron con júbilo fraternal, ‘lo que di de mí’… Por eso, en las propias memorias, añade algo no menos importante de su etapa de soltera: Mi tiempo de soltería no ofrece interés ni quiero repasarlo. Una soltería exactamente igual a las de todas las mujeres aldeanas cuyos padres tienen un poquito de dinero. Unos días llenos de piano, de pintura, de bordado. Jamás vi lo que era un baile. No tuve una amiga cuya conversación no oyera todo el mundo. Jamás salí sola. Jamás salí sola. Jamás tuve ninguna libertad de ninguna clase. Puede decirse que yo, asustada por la violencia del cambio, no revelé mi verdadera personalidad. No hablaba mucho, no reía. Mis párpados cubrían mis ojos casi constantemente. Y a solas, en la noche dormida, lloraba mucho… Mas, un fragmento que define aún más la paupérrima condición espiritual a que se vio sometida esta sensible mujer, es el siguiente, que, aunque brevemente, confiesa sus atribulaciones ya casada: El 19 de septiembre de 1912 me casé y no puedo decir que a gusto de mi familia; permanecí con ella todavía cerca de un mes, a causa de ciertos arreglos que tardaron, y el 10 de octubre fui a formar un nuevo hogar. Que no fructificó. Por lo cual, hoy que tengo los ojos abiertos, me congratulo. Es lo menos que puedo hacer. Por no haber cometido el crimen de traer a la vida más hombres que hicieran llorar las mujeres ni más mujeres a quienes hicieron llorar los hombres. Y sin embargo, en mis primeros tiempos yo lo deseaba ardientemente, lo soñaba, llorando de angustia. ¡Y no falto quién pensara que yo, pobre yo!, tan tierna, tan cándida, tan niña, no reunía condiciones para la maternidad. Quiero pasar por alto también toda mi vida de casada. No seré yo quien deje mis dolores al descubierto, ni quien profane mis gozos, publicándolos. Voy a resumir mi vida entera con estos versos del poeta mexicano Amado Nervo: He sufrido como todos y he amado. ¿Mucho? ¡Lo suficiente para ser perdonado! Y para concluir, quiero transcribir el último fragmento de su Autobiografía, donde insinúa por qué destruyó su papelería, escrita durante tantos años con talento, cultura y amor: Y voy a mi obra literaria en prosa y en verso. Causas ajenas a mi voluntad me han obligado a destruirla toda, salvo pequeños especimenes, los más en verso. Yo llegué a completar siete obras en prosa, extensas, puesto que hubiera hecho, cada una, un tomo de los más gruesos de la biblioteca Renacimiento. Hasta aquí, este retrato de María Luisa Milanés, la casi olvidada poetisa bayamesa que, por las limitaciones de la época que le tocó vivir, frustró sus enormes posibilidades como poetisa y narradora cubana de su tiempo, perdiendo de esta manera nuestras letras uno de los genuinos valores de lo que hoy se define como discurso femenino en la poesía y la prosa. Temática: Libro y Literatura compartir en: Lector crítico Referencias http://www.cubarte.cult.cu/periodico/opinion/6731/6731.html El 9 de octubre de 1919 la ciu­dad de Bayamo fue tes­tigo de un suceso trágico que derivó en escán­dalo: María Luisa Milanés se hizo un dis­paro que tres días más tarde pon­dría fin a su vida. Este hecho local pudo haber ocu­pado ape­nas un renglón en las estadís­ti­cas de sui­cidios si su pro­tag­o­nista no hubiera sido tam­bién una escritora. Dejó incon­clusa su auto­bi­ografía y sólo llegó a pub­licar algunos poe­mas en la revista Orto, bajo el seudón­imo Liana de Lux: sin­u­osi­dad, ver­dor que se desprende silen­cioso en busca de una luz que para ella nacía y moría en la sombra. María Luisa reedita en la poesía cubana el drama de la mujer sometida a las restric­ciones de su tiempo, que escoge la muerte como forma de lib­eración. Cortó de golpe todos los vín­cu­los con una vida mar­cada por las desave­nen­cias famil­iares, la infi­del­i­dad conyu­gal y la repre­sión de su espíritu creador. El 19 de sep­tiem­bre de 1912 decidió casarse, en con­tra de la vol­un­tad de sus pari­entes, con un dis­putado galán de Bayamo. Pero el mismo que la rescató de la torre famil­iar no tardó en con­ver­tirse en ver­dugo y carcelero de otra torre más alta: el matrimonio. Inspi­rada fun­da­men­tal­mente en los motivos de su infe­li­ci­dad, los siete años que le sigu­ieron con­for­man su etapa de mayor creación poética, aunque la poesía la vis­itó siem­pre en su ver­tiente más neg­a­tiva y dolorosa. Su escrit­ura es evasión y catar­sis de una inqui­etud gen­eral; en ella no hay esper­anza ni ilusión. Del amor nos mues­tra sólo su costado tanático; cada pal­abra es el tes­ti­mo­nio de una destruc­ción y su único deseo es de muerte: ¿Qué esperas ya? Me impul­sas a buscarte En el silen­cio eterno que te envidio Y a cada rato vienen a anunciarte Las mari­posas negras del suicidio! Estaba tan triste María Luisa que hasta su deseo de morir se nota cansado. Morir y vivir, todo le cuesta. Sin fres­cura ni ardor de vida, sus pal­abras son bar­rotes, mari­posas negras posadas sobre la flor de la poesía, der­ra­mando una som­bra que la obliga a cur­var el tallo, pesarosa. Había estado escri­bi­endo su auto­bi­ografía. ¿Qué es lo que una mujer de 26 años puede miti­ficar de su vida en una ciu­dad de provin­cia, per­dida en la vasta geografía del amor? Al calor de agosto doraba María Luisa su pena, y al hac­erlo tal vez bus­caba alivio. Al escuchar el sonido de la llave del esposo en la cer­radura secaba sus lágri­mas con la punta de un pañuelo y se apresuraba a ocul­tar bajo la almo­hada las mari­posas que había con­seguido apre­sar durante el día: “doradas del recuerdo”, “de fuego de la glo­ria”, “azules de año­ranza” o, des­col­ori­das, aquél­las “de un cruel remordimiento”. Tor­na­so­lada aunque monó­tona esta obsesión por las mari­posas, “negras y silen­ciosas” como her­al­dos valle­jianos dis­eca­dos por la entomóloga María Luisa. Todos estos ejem­plares se encuen­tran reunidos en un mismo soneto, y en su revolotear tratan de trasmi­tir al esposo un sen­timiento de culpa que lo lleve al arrepen­timiento. Al menos eso es lo que desea la escritora, esperando obtener en rec­om­pensa la opor­tu­nidad de per­donarlo: “Yo pasaré ser­ena, olvi­dando tu infamia, / Alum­braré tus pasos con mis tristes sonrisas!” Creyó que el mundo empez­aba y ter­minaba en las fron­teras de lo per­mi­tido, y muy ape­sad­um­brada debió sen­tirse, pues durante horas per­manecía en la cama, acostada bocabajo mirando fija­mente el piso de cemento pulido hasta que, exas­per­ada por su propia inmovil­i­dad, se incor­poraba agi­tada, como quien ha olvi­dado algún asunto de interés, y cor­ría hacia el piano con la esper­anza de encon­trar sosiego. Ella vive fer­men­tada en el olvido. Es cierto que no escribió una obra de gran cal­i­dad, pero fue más lejos, mucho más lejos. Algunos autores con­fiesan que la escrit­ura es un con­juro con­tra la muerte, una vis­itación men­es­terosa, pero en la acti­tud de esta mujer hay algo trágico y fol­leti­nesco, una lucha dis­pareja entre sen­timiento y razón, sueños y con­ven­ciones, en la cual la poesía es, más que tes­tigo y con­fi­dente, un ali­ado seguro. La noche antes del dis­paro escribió sus Noc­turnos, negros como la noche, oscuros como la muerte, pero inten­sos, como sólo es el vivir en esa hora. Su lan­guidez es pasional —si acaso esto es posi­ble— pero pasión al fin, que busca la unión con el amado y, al no encon­trarla, la susti­tuye por muerte. Libre de ansiedades y pos­turas estu­di­adas porque su yo no resultaba con­vin­cente. Libre de temores y horas de un pesado silen­cio que ha preferido olvi­dar. Ya no espera el final de la película, cuando el héroe la carga en bra­zos hasta la alcoba; cierra la nov­ela antes de leer la última frase: “No es un sueño, te amo.” Cierra los ojos, pasa las hojas; el amor es un camino que se pierde en el hor­i­zonte, no se esconde en almo­hadones de plumas ni brota ele­men­tal y sal­vaje de un par de man­tas colo­cadas sobre la hierba en un domingo de campo. Tierra, colchón, ban­cos y rin­cones, topografía semi­ur­bana (íntima) de Eros; acci­dentes cor­po­rales que tras las cir­cun­stan­cias dis­im­u­lan su ende­blez. La inten­si­dad es un pén­dulo gigante que va del-hombre-a-la-mujer-de-la-mujer-al-hombre dejando mar­cas de impiedad sobre los cuer­pos y un día se detiene igual que un reloj. El amor es, en cam­bio, esa gotera que horada el oído, cuya humedad estorba en días plomi­zos, pero no cesa, y un día nos ve morir mien­tras sigue cayendo, per­sis­tente. Entonces ya no espera ni desea un final de cuer­pos suda­dos, con el tabaco del esposo ardi­endo en el cenicero y las sábanas por el piso —visiones de un ero­tismo canónico que reco­bran su novedad sólo en el can­dor de la ado­les­cen­cia—. Sin embargo lo ama, y cier­tas noches con gusto habría renun­ci­ado a la muerte para per­manecer a su lado. Hay en sus poe­mas invo­cación y pre­fig­u­ración del sui­cidio. En “Jam noli tar­dare” expresa un “can­san­cio pro­fundo” pero, impa­ciente, encuen­tra el impulso que nece­sita para bus­car “el silen­cio eterno”. El mismo deseo de renun­ciar a la vida está con­tenido en el soneto “Sub lumen”, donde describe con pre­cisión el estado de enlutec­imiento gen­eral de todas sus fun­ciones vitales y creativas: No tengo ni siquiera can­san­cio que me embriague, No tengo ya deseos en que mi mente vague. Yace tran­quila y muda mi fér­rea voluntad. Callé todas las voces, ahogué todos los cantos… Está poseída por un spleen pueb­lerino que se agota en los teja­dos de casitas idén­ti­cas, mas, como el phenix, recu­pera cierto aliento de vida que “renace por la renun­ciación”. En paradoja harto cono­cida, María Luisa no acepta el pan con sabor a olvido que el esposo sirve en la mesa. De la cocina del amor se escapan los vapores del hedo­nismo y la belleza para for­mar una nube frente a sus ojos. Melancólica y dis­traída, recoge la vajilla y con­funde los sabores: muerte dulce como la miel; amor, almen­dras amar­gas que paladea mien­tras escribe: “En la angus­tia ter­ri­ble, que mi labio no nom­bra, / ¿Pasaré por tu vida, cual nave por la sombra?” Patética, aunque lúcida, es la duda de María Luisa. En la car­rera de relevos que es el amor, el esposo es más veloz, pero ella más resistente. Así, no puede com­pren­der “la per­fecta her­mo­sura de tu frente, / Donde jamás el pen­samiento brilla!” Con altivez enseña el tobillo la escritora que no es Dama ni Señora, ape­nas una mujer que sabe val­o­rar la inteligen­cia por sobre la belleza. Ambas seducen, pero mien­tras que la primera a-lumbra, da luz, la segunda des-lumbra, la quita. Algo le molesta en la her­mo­sura del amado que se con­tem­pla no como Nar­ciso en las aguas del estanque, y sí como un aven­turero en la mirada femenina de toda una ciu­dad: el no reconocimiento de esa mirada difer­ente que ella le ofrece, la literaria. Esta noche, al salir del baño, la cor­ri­ente de aire que entra por la ven­tana del fondo la ha estreme­cido. Cuánta suavi­dad, ahora que se suelta el cabello y deja caer la bata en mitad del pasillo, para que la brisa cumpla su parte en el juego que es tam­bién el amor. Tanta qui­etud y una promesa podrían seducirla; se siente una mujer plena, ha dejado de ser capullo. Sig­ilosa, se acerca al gran espejo ori­entable que años atrás mandó colo­car en el come­dor y com­prueba la aut­en­ti­ci­dad del mila­gro: brillo en los ojos, tem­blor en las manos, calor en el vien­tre y un vuelco en el corazón. Pero dice: “Si lo que veo proviene del espejo, / entonces no es un reflejo, / se trata más bien de un espe­jismo.” Y mien­tras des­cubre la sineste­sia, su última opor­tu­nidad se deshace en el camino sin regreso, adonde va consciente: Colo­cad sobre mí las campanillas Azules de la vega, las sencillas Flo­recitas del campo, sin cultivo, Que tanto quiero mien­tras tanto vivo. Y colo­cad debajo mi cabeza Unos ver­sos de Nervo, con terneza, Para que mul­lan mi tran­quilo sueño Y reco­jan así mi último empeño. Que nadie me acom­pañe ni me llore, Ni turbe mi silen­cio, ni profane Mi soledad final; nadie me llame, Que yo me voy, con­sciente y abstraída En el silen­cio intenso de la noche, Y alum­brarán los astros el derroche Postrero de ilusión que haré en mi vida. Texto pub­li­cado en la edi­ción 146 de Crítica Referencias http://revistacritica.com/ensayo-literario/elogio-del-folletin-por-idalia-morejon-arnaiz




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