El ejercicio de la literatura puede enseñarnos a eludir equivocaciones, no a merecer hallazgos. Nos revela nuestras imposibilidades, nuestros severos límites. Al cabo de los años, he comprendido que me está vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse poesía intelectual. La palabra es casi un oximoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas. La poesía intelectual debe entretejer gratamente esos dos procesos. Así lo hace Platón en sus diálogos; así lo hace también Francis Bacon en su enumeración de los ídolos de la tribu, del mercado de la caverna y del teatro. El maestro del género es, en mi opinión, Emerson; también lo han ensayado, con diversa feliciciad, Browning y Frost, Unamuno y, me aseguran, Paul Valéry.
Admirable ejemplo de una poesía puramente verbal es la siguiente estrofa de Jaimes Freyre:
No quiere decir nada y a la manera de la música dice todo.
Ejemplo de poesía intelectual es aquella silva de Luis de León, que Poe sabía de memoria:
No hay una sola imagen. No hay una sola hermosa palabra, con la excepción dudosa de testigo, que no sea una abstracción.
Estas páginas buscan, no sin incertidumbre, una vía media.
Buenos Aires, 29 de abril de 1981