Life times fool
No hay contraste más profundo y doloroso que el que nos ofrecen la naturaleza, en la sucesión constante de sus períodos de sopor invernal y rejuvenecimiento, y la vida humana con su decadencia progresiva o incontrastable, hasta la extinción definitiva. En la una, la muerte es un eslabón de la cadena de las vidas. En la otra, todo surge para extinguirse, todo florece para marchitarse, todo arde para apagarse, todo nace para morir. En vano queremos asirnos al goce fugitivo, a la ilusión alada, a la idea que se desvanece, al afecto que se transforma, a la pasión que galvaniza un instante y aniquila por años. En vano queremos detener el tiempo, fijar la emoción que nos embriaga; pedimos un instante de reposo, la tregua de algunos días para sentirnos felices y seguros de nuestra felicidad. El tiempo vuelve indiferente hacia nosotros su rostro multiforme, donde cada llora imprime un nuevo gesto, y se aleja condenándonos al vaivén constante, a la instabilidad perpetua, al cambio, que es lo único eterno.
En su insaciable anhelo de perpetuidad, en su quimera jamás satisfecha de vida sin muerte, el hombre apela a la imaginación, para dorar sus engaños con el resplandor de la poesía o el misticismo, y crea los símbolos que son la vestidura humilde o espléndida de los sistemas de ideas y sentimientos que llamamos religiones. Por eso, aunque varios en la forma, sus mitos son semejantes en el fondo, y los vemos transformarse, pasar de pueblo a pueblo, de siglo a siglo, con la misma oculta significación, con igual sentido profundo.
Hoy las matronas y vírgenes cristianas lloran la muerte y celebrarán mañana la resurrección del Hombre-Dios. Como hace siglos las doncellas sirias sollozaban sobre el cadáver de Adonis, que habían de festejar, con himnos de júbilo, restituido a la vida, a la juventud, a la belleza. ¿Qué importa a las imaginaciones místicas que sean estas escenas consagradas transformaciones antropomórficas de algún viejo mito solar? Lo que las cautiva, lo que las atrae es que prometen—también al hombre—nueva vida, vida eterna, gozo infinito después de las angustias de la pasión.
¡Ah! para ellas dura una semana. Y sin embargo nuestra pasión es eterna. La humanidad es la perenne crucificada. Y cada uno de nosotros, si en alas del entusiasmo, de la fe, del amor, llega alguna vez a una cumbre resplandeciente, a un Tabor luminoso, donde ha podido descubrir perspectivas de belleza infinita escuchar concentos de inefable harmonía, ha sido para rodar despeñado a un abismo insondable de miseria, donde en la obscuridad de una noche pavorosa, sólo le queda la conciencia suficiente para contar los instantes de su lenta disolución, que lo empuja a la nada.