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Un día y la brisa

Hubo una vez un día que se enamoró de la brisa del mar, quien disfrutaba de volar por entre las olas y las costas de arenas color violeta. El día la había conocido desde que él era apenas un pequeño amanecer, y desde sus primeros minutos de vida, sintió sobre sí las suaves caricias de la hija del océano. Fue ella quien le dio frescura con la ayuda del viento y lo envolvió con su manto marino. Cuando el día abrió los ojos por vez primera, descubrió el firmamento, lleno de luna y estrellas, y se alegró mucho cuando ellas comenzaron a alumbrarlo y a sonreírle. Quiso hablarles, pero no conocía su idioma, y se puso triste y comenzó a llorar. En aquel momento  se empezó a escuchar un ligero murmullo entre la oscuridad. Una voz de escarcha vibraba fascinante como lira y campana de plata. Un canto azul  sonaba como caída de gotas de cristal. Era la brisa que  comenzaba a cantar. El día de inmediato comprendió su canto que le decía:  – No son necesarias las palabras de las estrellas ni de   la luna cuando de los seres brillantes has recibido tanta dicha. No es necesario que pidas amor; porque soy en ti y existo en ti, y todos los seres del universo, viejos y nuevos, vivimos tan solo para darte alegría. Ahora eres tú quien debe amar todo lo que está y lo que es en este mundo. Han pasado por el tiempo perpetuo millones y millones de días, unos tristes, otros felices, y nacerán y morirán muchos más, pero a ningún otro habremos de amar y recordar tanto como a ti. –¿Yo también habré de morir?– preguntó el día, un poco afligido. –Sí–, dijo la brisa, tu vida es corta, pero que no te invada la pena, porque a cada instante que transcurre, llores o rías,  la muerte arrastra tu esencia y la conduce hasta tu sueño eterno. No temas, que yo estaré contigo hasta que llegue tu final, y sé feliz, muy feliz, porque solo eres hoy y jamás volverás a ver nada de lo que has visto o escuchado. Ama todo lo que puedas a tu alrededor, porque te pertenece, imprégnate  del firmamento, ahora, en este momento, y de las estrellas infinitas, de todos los elementos y de toda la creación del universo, pues ya nunca regresarás.
   Entonces el día abrazó a la noche, a las estrellas y a la luna, y se colmó y se inundó de ellas, y cuando fue un bello amanecer, se bañó de rayos de sol y se hinchó de su luz; cuando fue una hermosa mañana se acostó entre las flores y respiró todo su aroma... y cuando fue medio día, nadó en el mar y se bebió sus aguas, y cuando comenzó a atardecer, caminó sobre las montañas y se alimentó del viento y de la fragancia de los árboles. Sus oídos se llenaron de cantos de pájaros desde el amanecer hasta el anochecer... la brisa siempre estuvo a su lado, jugando con él, amándolo, sonriéndole y vigilando su felicidad. Al ser una tarde en esplendor, tocó el cielo y bebió de la lluvia, siempre contento.  Cuando llegó el momento en que el día se habría de convertir en noche, se reunieron  las aves, las luciérnagas  y todos los astros del cosmos, y le hicieron fiesta. Quemaron incienso y mirra y llamaron a los ángeles del Reino de la Plenitud para que le tocaran hermosas melodías de sueño y sonidos de terciopelo. Pocas horas después, el día cerró los ojos, y al hacerlo, se vio en medio de un inmenso color de mar. Sonrió. La brisa estaba a su lado, cubriéndolo de besos. Sólo cuando comprendió que el día ya no despertaría, la hija del océano comenzó a llorar, y se derramó en lágrimas hasta las doce de la noche. El día murió, pero se llevó en sí mismo la esencia de la brisa.

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